Vínculo sagrado

Gimnasia es lo único que no me falta. Son las 3:43 de la madrugada, y lejos de irme a dormir, deambulo por mi casa en el centro del barrio Monasterio. Miro el silencio del televisor que me cuenta que hay dieciséis mil doscientos casos de coronavirus en el país y quinientos treinta muertos; y que ni cerca está de levantarse la cuarentena porque de hacerlo, “en 15 días tendríamos cuerpos apilándose en las calles”. Sí, así al hueso y sin anestesia fue el ministro bonaerense Gollán.

Suena una sirena. El sonido no viaja más de cuatro cuadras. Nunca fui buena para distinguirlas. Así que no sé si fue la policía, los bomberos o la ambulancia. O la alarma del supermercado de calle 13 que puede estar siendo violentado. Todas las opciones tienen alto porcentaje de probabilidad en los malditos tiempos que corren. Me quedé quieta, escuchando. A lo mejor es grave. Paró. No lo habrá sido tanto.

Me preparé el mate como si recién me levantara. Es el único momento de intimidad con mi computadora. Con las palabras y las cosas. Mis sentimientos que hace más de ochenta días se convirtieron en danzarines ludópatas degenerantes. Lloro, me enojo, me río. Tan fuerte que vuelvo a llorar. Armonía nostálgica.

Estoy sola, decía, en la cocina que construyó mi abuelo pero sin mi abuelo. En la silla de mi abuela, que tampoco está. Viviendo una vida que se extinguió. Al menos siento que me la arrebataron. Y toda pérdida duele, profundo. Y parece atornillarse en el corazón. Entonces lloro. Me falta ver a mi familia, a mis amigos. En encuentros a los que me ausenté más de una docena de veces por el trabajo que la misma cantidad de veces me puso chinchuda. Justamente, añoro el lamento por tener que cruzar media ciudad de La Plata para llegar a la redacción.

Extraño el optar por volver caminando, para demorar el arribo a casa con el objetivo de no cruzarme con más gente que yo misma. Esa gente que no está más y por quien, sin dudarlo, hoy me subiría a un Delorean para llegar al barrio tan pronto como la luz.

La pandemia alteró nuestra habitualidad, y nos mostró cuán frágiles somos. Miro a mi alrededor y hasta las paredes son distintas. Arriba de la mesa hay cosas sin sentido vinculante: una servilleta sucia, una bolsa con maní, un encendedor, la caja de los remedios y un costurero. Nada parece seguir un ordenamiento lógico. De la misma manera, seremos diferentes después del aislamiento.

Ante la ausencia, la presencia. Frente a la carencia, la abundancia. Nos dedicamos a llenar vacíos mentales, tiempos muertos. Y es acá, en esta soledad melancólica que pienso en Gimnasia. Y pienso en Gimnasia como lo hice siempre. No voy a decir “desde que nací”, porque no me acuerdo. Era muy chiquita. Pero sí voy a decir que lo pienso como el mismísimo día que lo elegí como mi guía.

Guía como el palito que mantiene recto al árbol joven. Y a horas de su aniversario 133, no sólo quiero homenajearlo con algunas palabras, sino ratificar nuestra unión. Es fantástico frenar y pensar en el apego a una identidad colectiva. Ahí están las palabras clave. Porque vivimos con la constante necesidad de pertenecer a una comunidad para lograr lo que individualmente se hace difícil, cuando no imposible.

Es que, pertenecer a un grupo o comunidad implica compartir un complejo simbólico-cultural, valores, un sentido común. Se trata de una moralidad compartida en este caso por el pueblo Gimnasista que permiten la elaboración de una identidad social basada en la pertenencia.

Ahora que nos toca estar separados, aprendemos a nacer en otra forma. Superadora. Nos reencontramos con nosotros mismos. Apelamos a la tecnología que tanto insultamos en otras oportunidades pero hoy nos resulta funcional, para conectarnos.

En esta película que ni el más talentoso guionista escribiría, volvimos a elegirnos. Ante la más dolorosa adversidad, nos buscamos, nos abrazamos, queremos y odiamos de manera virtual. Mirándonos por una camarita, escuchándonos por teléfonos, o escribiéndonos por WhatsApp. Nadie se toca. Nadie se abraza, salvo nuestro sentir que se enrolla como un torbellino que vuela hacia las nubes más altas.

Así nos encontramos hace más de 80 días. Hablamos del Lobo del Viejo entre nosotros y con sus dirigidos, rememoramos partidos inolvidables, caravanas de felicidad y esperanza, tristezas. Discutimos con perspectiva de género y sin ella también. Hablamos de financiamiento, descensos, dinero, y fuimos testigos de cómo nuestro polideportivo -donde todavía queda la estela de los cuerpos danzando al ritmo de tantos deportes-, se convirtió en un triste hospital de campaña. Los artistas triperos se manifiestan más frecuentemente, las musas están por todos lados.

Gimnasia es su gente. Su identidad y valores que se mantienen intactos a los del “subsuelo de la patria sublevada” de los años 40, y hoy mismo se manifiestan con oleadas solidarias de gente que poco tiene para gente que tiene poco. Con ollas populares que se multiplican en toda la región, con una solidaridad desbordante y más contagiosa que el COVID.

Gimnasia y Esgrima La Plata es el triperaje. Un sujeto en escena encarnando una de las mayores transformaciones identitarias en el complejo campo social. Porque hubo que volver a arremangarse, aun con miedo ante lo desconocido, se acompañó al otro. A la otra. Se movilizó, como siempre, ante la adversidad. Y se hicieron donaciones de alimentos, y se cocinó. Se volverá a hacer para una celebración atípica de aniversario. Y se potenció el vinculo entre nosotros y nostras. Se potenció el vínculo Gimnasista. Porque simplemente nos necesitamos. Es por eso que aislados nos sentimos cerquita. Por eso conocimos nuevos amigos y amigas de mismo palpitar, ahora, en tiempos de pandemia.

Por eso puedo decir que Gimnasia es lo único que no me falta, porque el vínculo está firme y lo suficientemente robusto y enérgico como para sentirse invencible.

Joaquín V. González escribió la oración a la bandera argentina que recité doce años de mi escolaridad cotidianamente. Y cada día, desde el primero, a mis cortísimos tres años de edad, creí que estaban dedicadas a ese Lobo que mi familia puso frente a mí, y que yo elegí.

El mensaje dice, entre otras cosas, que la bandera es un “vínculo sagrado e indisoluble entre las generaciones pasadas, presentes y futuras”, y por eso “juramos defenderla hasta morir antes que verla humillada”.

Es un aniversario distinto. Pero acá estamos, más unidos que nunca. Siendo parte del movimiento sociocultural más grande que cualquiera imagine, más antiguo de Latinoamérica. Un fenómeno que trasciende pandemias. Un Lobo maduro y fortalecido de 133 años que está preparado para esto y cualquier adversidad.

Yo sabía. La de Joaquín V. era para Gimnasia.

“Que flote con honor y gloria”.

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