Para ayudar a la memoria y destruir el tiempo. Para contar historias, nuestras. Para detener los segundos y nunca envejecer. Para que nos recuerden cuando no estemos, o no seamos los mismos. Para que nosotros nos recordemos, cuando todo pase. Cuando no seamos los mismos. Cuando no somos los mismos. Para congelar y recordar siempre.
El 8 de septiembre de 2019, Diego Armando Maradona volvió a pisar el Bosque. Ya no como aquel jugador que nunca le había podido convertir un gol a Gimnasia. Tampoco como aquella joven promesa que, en 1984, zambullido en su latente palpitar napolitano con vestigios catalanes, asistió a un partido del equipo de Nito Veiga contra Tigre, y mientras saboreaba un sánguche de milanesa dijo que “Copito” Andrada era “un pibe crack”. Andrada tenía un año más que Maradona
Ya no como aquella triste tarde del 30 de junio de 2011, cuando asistió a una verdadera pieza dramática protagonizada por el digno retiro de Gimnasia y Guillermo Barros Schelotto, mientras las lágrimas aplaudían desde las tribunas. Tampoco como cuando bajó en helicóptero para jugar un tiempo con la camiseta de Gimnasia en un clásico a beneficio de la Cruz Roja. No.
Diego Maradona llegaba para que el Juan Carmelo fuera su casa, para que los hinchas lo guardaran para siempre.
Pelusa lloró. Rodeado de un plantel de futbolistas y dirigentes obnubilados. Todos abrazados por un estadio repleto de almas excitadas, de gritos descarnados, de emoción estallada y desparramada por los tablones de cemento del viejo y maduro Juan Carmelo Zerillo. Tu viejo lloró, aquella señora y los pibes también. Hay risas que se confunden con el llanto de la popular agitada, las bombas de estruendo y las bengalas de humo. El color azul se sacudió al mismo compás con el que el “de Villa Fiorito” hizo bailar a los ingleses en México. De manera armónica tomó forma en la retina simbólica de los presentes, aquella casaca improvisada del 86 con el escudo antiguo y número de fútbol americano, y Diego elevándose con la mano en alto.
Diego llora y vuelve a desafiar al sol, como en Fiorito. A las adversidades, todas. A lo jodido de ser Maradona. Desafía a su propia fragilidad, la que por momentos se asemeja a la de aquella despedida del 2001, cuando “la pelota no se mancha”.
La versión más amable, sencilla y humilde de Maradona llegó a Gimnasia. Se asomó ante una multitud que se rindió a sus pies y se reflejó en él. Un espejo. Dos fenómenos populares.
Diego volvió a desafiar al sol. Acá en el Bosque nada volverá a ser igual.
¡Hasta siempre, Pelusa!
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