Por Mauro Anagrafe
Existen exploradores de mundos. Son tipos que van por la galaxia buscando planetas donde poder invertir. Invierten emociones, sentimientos y pasiones.
Cuentan que vienen de un lugar como de hace cuarenta millones de años luz de distancia donde sus habitantes se extinguieron por falta de pasión. De repente -o tal vez por costumbre- un agnosticismo pasional empezó a sobrevolar sigilosamente los aires de ese mundo y poco a poco, así como quien un día despierta, la mayoría de estos seres se encontraban presos en un modismo rutinario y confortable que fue consumiendo a la especie silenciosamente.
Algunos se dieron cuenta de que su planeta estaba como en un estado de aversión con las emociones, y fue entonces que esta minoría agitadora, rebelde y pasional decidió marcharse.
Piden pasión. Adonde lleguen, sólo piden eso. Para ellos es como el agua. No saben vivir sin pasión. Necesitan sentir el sabor de la primera vez cada vez que hacen algo, por más que lo hayan repetido mil veces. A esta rara especie les gustaba autodenominarse “los triperos”.
En uno de los tantos años luz, llegaron a un lugar del que muy pocos sabían. Por ahí se decía que se trataba de un paraíso verde porque su suelo era tan fértil que un bosque inmenso asomaba tan radiante que podía verse desde un planeta vecino que –a diferencia de ese bosque- se encontraba abandonado y lucía muy descuidado; era como ese mundo del que habían escapado: Sin pasión.
Por el firmamento viajaban como treinta y pico de triperos en un expreso lleno de alegría. Al momento del exilio decidieron salvar al animal más leal que se conocía en su planeta: El Lobo. Sabían que se trataba de un animal tan pasional como ellos, y que sobre todo, contaban con una gran mente dotada de una fascinante inteligencia, y un cuerpo sano y robusto capaz de soportar cualquier clima.
Cuando desembarcaron en este planeta-bosque se dieron cuenta de que el suelo era tan fértil como les habían contando. Es más, ellos pensaron que si esa tierra era capaz de dar a luz a tamaño bosque y a tanta vida, ¿cómo no iba a ser capaz de sembrar sus pasiones? Sus nuevos sueños, ahora tenían tiempo y espacio.
Los lobos eran los guardianes de esta nueva “fábrica de sueños”. Esa manada, siempre fuerte y siempre unida, estaba siempre al cuidado del bosque a pesar de los continuos temporales que asechaban al planeta. Contagiaban con la mirada el sentido de pertenencia al nuevo pueblo de triperos que se estaba armando; es que sabían que ellos –los triperos- eran los responsables de haberlos salvado de un mundo sin pasión.
Un día, cuando la calma reinaba y los aullidos eran el llamado al jolgorio, a la unión y a la familia, se escuchó un estruendo ensordecedor. El ejército Anti Pasión se había extendido y pretendían enfermar a nuevos mundos. En el bosque, nadie se quedó atónito. Sabían que tenían que defender a sus tierras pase lo que pase, porque ese lugar les correspondía, lo habían conquistado.
Triperos y lobos pelearon día y noche. Intrépidos, feroces. Voraces. Fue una guerra durísima. Pusieron el cuerpo como una muralla impenetrable y junto a toda la manada se encargaron de expulsar para siempre a esos ladrones de emociones. Ninguno iba a permitir que le roben la pasión, la pertenencia: Su identidad.
Un lobo viejo estuvo al mando de esta epopeya devenida en victoria. Todos los triperos -que ya eran miles- lo alzaron y pasearon por cada rincón del planeta y se reflejaba en la mirada de este lobo la algarabía de haber podido devolver a los triperos una muestra de lealtad por haberlos salvado. Cuentan que quien ve a un lobo a los ojos, nunca se va a olvidar de su mirada; y que quien conoce como siente un tripero, se replantea hasta la más mínima emoción.
Tras largos días de festejos y caravanas interminables, ahora sí, el bosque les pertenecía. Fue entonces que de ahí en más y para siempre, y en honor al capitán de esta victoria, bautizaron al planeta como “Lycopolis, ciudad de lobos”.
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