Enrique Raab fue un crítico e irreverente periodista que se salía de los moldes sacralizados por el poder, escribía con una sensibilidad incisiva y una pluma delirantemente elegante y de descripciones sabrosas. Fue detenido y desaparecido por la última dictadura cívico-militar.
El 23 de enero de 1975, compuso para “La Opinión” una crónica fabulosa del punto neurálgico de Mar del Plata. En uno de sus pasajes, dice:
“Si uno los ve venir puesto de espaldas al mar, en la explanada entre el Casino y el Hotel Provincial, los contingentes afluyen meneando bolsos, acomodando toldos portátiles debajo de las axilas, esparciendo preventivamente chorros de bronceador sobre los cuerpos a medio desnudar. La blanca piedra de la explanada refleja pálidamente las sombras de esa muchedumbre dispersa: punto de confluencia compulsivo que exige –antes de bajar la escalinata- una decisión sobre si vale la pena o no; sobre si esos nubarrones espesos tardarán o no en desembocar en tormenta; si es mejor optar por la playa dudosa o por un copetín con dieciocho platitos en cualquiera de los bares de la Rambla”.
A las 10 de la mañana de ayer, un 13 de enero, 43 años después de aquella prosa exquisita, los mismos nubarrones acechaban la playa Bristol de Mar del Plata. Las dudas de los visitantes estaban intactas. Pero algo más sucedió esta vez, se trató de un contingente más armonioso y homogéneo que los demás. Dichosos por acercarse a las escalinatas de “los Lobos” y encontrarse con los demás.
De todas partes brotaban camisetas azules y blancas. Hay quienes aseguraron verlos venir hasta de mar adentro. Asomaban por doquier personas de todas las edades. Llegaban y se acomodaban cerca de aquel, el punto de encuentro. Algunos colgaron banderas con leyendas que identificaban su lugar de procedencia: “Los Hornos”, “Ringuelet”, “Villa Progreso”. Otros, se sentaban en los bares que describe Raab, los de la Rambla, a comer algún pancho. También estaban aquellos que pudieron prestadas las mesas y sillas a los negocios de comida, pero sin consumir. Solo por un rato. De unas 8 horas el rato, sí. Los demás, a las escalinatas.
Esperaban, juntos, el inicio del partido de Gimnasia y Esgrima La Plata. Amistoso y ante Independiente. Pero el tripero rebalsaba de ansias por ver a su equipo, por estar presente en el día del debut como entrenador de uno de sus íconos máximos.
Llegaban más y más integrantes del contingente tripero. Este que tan golpeado parece estar –siempre-, este que resurge cada momento –siempre-. Cantaban como si nada les hubiera pasado. Se abrazaban con desconocidos, se sonreían al vociferar por Gimnasia. Se fotografiaban y saltaban. El sonido de las trompetas y de los bombos era una melodía que acercaba a personas que transitaban por ahí, sólo de paseo.
Por la peatonal San Martín también se los pudo ver, entre los paseos de compra y los boliches de comida que expulsaban, además de aromas de fritura, un fuerte sonido de cumbia. Cada uno un tema distinto, que terminaba por fundirse en uno solo. Los triperos se reconocían por la vestimenta y se saludaban. Entre pescado y papas fritas, y fernet preparado en botellas plásticas cortadas, andaba el contingente. Entre humo de bengalas azules y blancas.
Tan golpeado dicen que está. Tan dañado por los embates de la vida, dicen. Pero eso no es lo que se vivió ayer. Se puede afirmar que los triperos que dijeron presente y minaron las calles marplatenses, estaban felices. ¿Quién no lo es perteneciendo?
No es el mejor momento para ellos, sin dudas. Hace menos de un mes se quedaron a la deriva futbolísticamente, cuando su ex DT abandonó el cargo. Nadie supo que pasaría. Pero llegó uno nuevo, en realidad viejo conocido y revitalizó las esperanzas que nunca perdieron. El contingente reproduce su pasión. Pero, además, es un pueblo lastimado. El laburante que la rema a diario tomó revancha y se pegó un viaje fugaz, unas vacaciones con sus compañeros de colores y bandera.
Pasaron las horas y ni el enorme despliegue policial sin sentido pudo impedir que el contingente se amontonara. Al poder pareciera molestarle la muchedumbre, no se sabe bien si porque interrumpe la vista al mar o por temor a que la misma se alborote por las injusticias. Pero lo cierto es que, históricamente, la única manera de hacer frente a las realidades fue la de organizarse con los propios.
Allí estaban, todos juntos. En manada se dirigieron al Estadio mundialista José María Minella. Llenaron la tribuna que les fue designada. Y cantaron, deliraron, festejaron el triunfo de Gimnasia por penales. Volvieron a La Plata a esperar la próxima juntada. La alegría, compartida, siempre es más grande. Y el enorme Enrique Raab no se equivocó cuando dijo que cualquier pretexto sirve para abreviar angustias.
Piru Ferreyra
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