“El pueblo aprendió que estaba solo
y que debía pelear por sí mismo
y que de su propia entraña sacaría los medios,
el silencio, la astucia y la fuerza»,
Rodolfo Walsh.
Ayer
I.
—Si andás bien en la escuela te llevo a conocer el mejor club del mundo —dijo Rómoli, el director del Instituto de Menores de San Andrés de Giles.
Antonio ni por asomo lo dudó. Tenía poco más de 10 años pero ya sabía cocinar; lavar la ropa, secarla y doblarla; aprendió a arar la tierra, a trabajar la huerta, a ordeñar vacas y esquilar ovejas.
Para el chango, hacer los deberes y tener buenas notas era algo menor y hasta divertido. Un hermoso desafío que lo llevaría a asombrarse con el Santos de Pelé y su deslumbrante “Ballet Blanco”; o, a lo mejor, viajaría a España a conocer a Di Stefano y su Real Madrid de las 5 copas. Podía también que la promesa se efectivizara más cerca, acá en Argentina, y terminara conociendo a Menotti, Sanfilippo o al “Tanque” Rojas.
De cualquier manera, para ese niño adulto que fue arrojado al mundo sin más que su cuerpo, su alma y algunos recuerdos; para ese hombrecito que se hizo solo; para Antonio que fue tallando y esculpiendo valores, su propia manera de ver la vida y de interpretarla, para el chango no existía la posibilidad de rendirse.
La década del sesenta daba sus primeros pasos, ¿sabía Antonio que ese era el principio de una nueva historia? ¿Sabía ese ser de apenas 10 años que de grande sería como un padre para muchos chicos como él? ¿Sabía ese changuito que el estadio del Bosque sería su cobijo? ¿Se imaginaba parte del cimiento que le daría solidez y mantendría de pie a toda una institución? ¿Estaba al tanto que más adelante sería un engranaje fundamental de la máquina de pasión más grande del mundo?
No. No lo sabía. Era chico y no predecía el futuro. Lo que sí sabía era que sin luchas no hay victorias y él las quería, él las necesitaba como a los abrazos adeudados de sus padres que jamás se pondrían al día. Él pudo y puede solito.
Terminó la primaria a los 15 años con la segunda nota más alta. Fue escolta de la bandera, le regalaron un libro y una linda ceremonia de egreso con banda celeste y blanca en el pecho y todo.
—Te lo tomaste en serio, negro —dijo el director entre lágrimas de emoción.
—Como todo en esta vida, señor; ahora le toca a usted cumplir su parte.
Así llegó Antonio Mercado a Gimnasia y Esgrima La Plata, el mejor club del mundo.
II. Es riojano de categoría 51. Sus primeros años de vida fueron entre valles, quebradas y recolección de frutos levantando la bandera de los indios diaguitas y haciendo honor a su legado y tradición ancestral.
Como en La Rioja no existe un curso de agua que permita una adecuada vegetación, la población intensifica el trabajo de la tierra para que la economía de la provincia prospere. Así es que los pibes aprenden el oficio de agricultor antes que patear una pelota, se crían en las quintas y agradecen cada año a la Pachamama que, bondadosamente, ofrece una fructífera cosecha.
Antonio hizo doble escolaridad en una institución primaria, privada y franciscana de su provincia, donde le enseñaron a cuidar animales y producir sus propias huertas. Fue monaguillo del cura Isaías pero, como no era santo de su devoción, cuando le tocaba pasar el cofre para las limosnas, tomaba prestados –piadosamente- algunos morlacos. Era feliz, o eso cree. ¿A los 9 años se puede conocer la felicidad? ¿Se conoce alguna vez? ¿Qué es la felicidad?
III. Era un día como tantos otros donde el sol radiante del mediodía agrietaba el suelo árido de La Rioja, cuando sus padres lo llevaron de visita a la casa de su tío. Una visita que no tenía calidad de tal. Una visita que quedaba lejos: provincia de Buenos Aires. Lo dejaron en San Martín, con el hermano de su papá y con sus conocimientos en agricultura. Su cachito de felicidad quedó a más de mil kilómetros de distancia, en la escuela, sus amigos y su infancia. ¿Los padres? No, ya no estaban. Volvieron al norte. Antonio ahora es el peón de su propio tío.
Los días y noches del Buenos Aires húmedo pasaban y el changuito de 9 años trabajaba a sol y a sombra para su patrón que, de paga, lo alojaba en un lugar que no quería estar, le daba la cantidad de comida que sirviera para mantener la fuerza laboral y no lo mandaba a la escuela para que no malgastara energías.
Ocaso. La tarde caía y el cálido ocre otoñal iba despidiéndose de la luz hasta el próximo día. Los chicos del barrio volvían de la escuela y los esperaba, en el mejor de los casos, una chocolatada con “galletitas del almacén” y, en el peor, mate cocido, pan y miel.
— ¿Cuándo voy a ir a la escuela? —dijo Antonio que miraba atento, como cada día, el andar de los vecinos con un poco de celos.
— ¡No vas a ir una mierda a la escuela! ¿Eso querés saber? ¡Nunca, porque me queda poco acá! —respondió el tío totalmente desencajado. Se ve que no había tenido un buen día el pobre hombre.
— ¿Cómo que te queda poco?
—Sí, me voy al carajo de esta ciudad.
El ocaso llegó para el chango, también. Pero él no tenía una merienda que lo esperara, más bien los gansos, gallinas y cerdos esperaban la suya. El tío tenía un plan, él no podía quedarse atrás. La esperanza de ver a sus padres llegar para que lo llevasen a su lugar de origen se iba transformando minuto a minuto en resignación. ¿Qué iba a hacer?
—Yo me voy —le dijo a su vecina de algunos años más grande que él.
—Sos muy bueno Antonio, no te merecés esto.
Y escapó nomás, sin nada más (y nada menos) que sus esperanzas, su coraje y un paquetito con comida preparada por la familia de al lado. No supo más de su tío.
IV. San Martín. Once de la noche. Antonio. 9 años. Solo. De Buenos Aires conocía la casa de su tío, nada más. La noche estaba oscura y vacía. Se escuchaban algunas chicharras de juerga que contradecían el frío que empezaba a calar los huesos del chango que no llevaba campera. Caminaba. Por la vereda, por la calle. Subía, bajaba. Pateaba hojas amarronadas, crocantes y frágiles. Las pisaba. Hacía ruido para acompañar el silbar de los insectos. Miraba adelante, atrás. No había nada despierto en el oscuro San Martín. ¿Todavía era San Martín? ¿Cuánto tiempo pasó?
De repente el silencio de las calles rezumbó en sus oídos acostumbrados al vacío nocturno. Se acostumbró y el silencio ya no era tal. Había ruido, un barullo imposible de describir porque no entendía qué sonaba, de dónde venía, quién lo hacía. Por momentos escuchaba perros a lo lejos y, por otros, gatos maullando cerca. Nada alrededor. Sentía respiraciones y presencias delante, pasos detrás. No había nadie, estaba solo. ¿Estaba loco? No. Tenía miedo.
Cuando era chico (más chico), un indio diaguita le enseñó: “Cuando tengas miedo y no conozcas a nadie andá adonde haya mucha luz o mucha gente”. Nunca antes sintió miedo, por lo que jamás creyó necesitar el consejo de aquel hombre sabio, aquel pedacito de infancia riojana que asaltó sus recuerdos en el momento indicado en ese Buenos Aires hostil.
Como una señal divina, una luz blanca asomaba en la lejanía del túnel callejero y hacia ella fue. Un hospital. Gente. Por fin. Se quedó, durmió en el piso frío del hall. Todavía era San Martín.
V. Antonio rotó de instituto en instituto, de ciudad en ciudad, de gente en gente. Gente que se compadecía del pobre muchacho, gente que no. San Andrés de Giles fue la última parada de esa gira por un mundo sordo y mudo, donde vio que todo es mentira y que nada es amor. Ese mundo frío, ese mundo adverso, esa realidad tan vacía de sentimientos.
No era La Rioja, no. Sí era su nuevo hogar, así lo sintió y sentirá siempre: el instituto de Giles fue su casa y Rómoli, el director, su padre.
Hoy
VI.
—Rómoli me prometió el mejor club del mundo —dice el chango de más de sesenta años—. El tipo me mintió, me trajo acá.
Se ríe bajo la enredadera que decora el sector de piletas de los jardines del Juan Carmelo Zerillo. Bromea porque Gimnasia le dio la vida. El Lobo le inyectó el veneno más punzante y profundo de todos, ese veneno benigno que altera las facultades mentales de cualquier persona. Hoy Antonio es uno de los Mens Sana más enfermos de todos.
Se ríe. Tiene cuatro hijas y una esposa que viven en Ringuelet. Las ve de vez en cuando porque trabaja de lunes a sábados de seis de la mañana a dos de la tarde como mantenimiento en el Estadio del Bosque, y los días de partido atiende el conmutador de Intendencia e intenta sacarle las dudas a los socios despistados, olvidadizos, locos, enérgicos y ansiosos. Pero, además, cuida un comité radical. ¿Por qué? “Me quedo ahí porque en el 87 y en el 2001 estuvo brava la cosa, nos rompieron todo el local y no quiero que pase otra vez”. ¿Qué horario cumple? Todo el restante al que ocupa con Gimnasia. Vive en el comité, come, se baña y duerme ahí. Le conviene: volver a Ringuelet todos los días para volver a salir, no tiene sentido y lo primordial es Gimnasia.
VII. Son las 14 del primer viernes de abril de 2017. Antonio ya “salió” de trabajar, pero sigue en el trabajo. Si salió fue para comprarse un sánguche de jamón y queso y una Fanta en el kiosco. Almuerza bajo la sombra del follaje más maravilloso y mágico de todos.
Pantalón azul, remera blanca. Piel oscura, cabello claro –invadido por canas que todavía no atacaron sus renegridas y tupidas cejas desconfiadas-. Su cara es grande, redonda, abultada y esponjosa como un cálido colchón de goma espuma. Es corpulento como un ogro de fantasía pero no impone miedo, más bien ternura. Porque sonríe. Sonríe con sus gestos. Sonríe con sus ojos, su boca y sus palabras.
—Rómoli parecía mi padre —cuenta—, y de grande le dije a mi viejo: “pude suplirte con otra persona, un tipo que se portó muy bien, que me enseñó a caminar la calle y a crecer, eso que tuviste que haber hecho y en su lugar me tiraste en lo de tu hermano”.
Bautizó, entonces, a Rómoli como su padre. ¿Por qué? Porque lo cuidó, lo aconsejó, le dio abrigo, techo, contención y formación. Porque lo ayudó a enfrentar los embates de la vida. Porque llenó el vacío enorme que arrastraba el chango. Porque no lo hizo trabajar sino hasta terminar la escuela. Porque le marcó como tenía que pararse frente a una mujer la primera vez y le advirtió, lamentablemente para Antonio, que tomando cerveza se desinhibiría. Lamentablemente porque el chango bebió y se durmió. En fin, esa es otra historia que pudo revertir en la segunda oportunidad.
Habla del Instituto de Giles y se le llenan los ojos de lágrimas. Ahí, dice, se reencontró con la felicidad. Pero ya no era la misma que creyó conocer en su provincia natal, es una nueva y renovada felicidad. Una felicidad con alas y sin ataduras, una felicidad libre que -aun hoy- disfruta más, una felicidad de la que aprende a diario y la cuida. Mientras vivió en Giles, no necesitó más.
Observa las ramas que sobresalen desprolijamente de la enredadera que cubre las mesas de los Jardines del Bosque y recuerda con brillo en su mirada y en su hablar, momentos… retazos de plenitud.
—Yo propuse hacer una quinta en Menores porque que era lo que sabía, pero también aprendí a hacer las tapas de canelones.
Los domingos almorzaban pastas y, una vez al mes, canelones. Un canelón cada uno de los veinticinco pibes que vivían ahí. El director notó que los chicos se quedaban con hambre, pero la cocinera no daba abasto con la producción: “Si alguien me ayuda, yo le enseño y podrán comer dos cada uno y, a lo mejor tres”, dijo.
—El director preguntó quién se animaba y yo esperé a los más grandes, como nadie decía nada dije: “Yo” —cuenta, orgulloso, el chango que ahora, ofuscado, corta con las manos algunas ramas—. Esto debería estar más prolijo, mañana lo corto.
Así que ya no sólo dedicaba su tiempo en cuidar gallinas, trabajar la huerta, ir a la escuela y juntar puntos para llegar al mejor club del mundo, sino que era cocinero y, además, lavaba la ropa junto a otros tres compañeros.
—Cuando me fui de San Andrés de Giles fue como irme de la casa de mi abuela, pero tenía que irme.
Estaba preparado.
—Rómoli nos dijo: tienen que salir de este pozo y meterse en la jungla, porque detrás de esa pared está toda la gente y ustedes la tienen que salir a pechear.
Y eso hizo. Quiso dedicarse a la mecánica, fue a Verónica, para estudiar la de aviación, pero los curas lo rebotaron. No le sirvió apelar a su pasado como católico, apostólico y romano. Las clases estaban iniciadas y no permitían nuevas admisiones. Rómoli lo llevó a La Plata. En la ciudad de las diagonales compartió sus días en la Escuela de Artes y Oficios José Manuel Estrada, en Los Hornos, con el “ángel rubio”, con el joven inteligente y buen lector, pero considerado el máximo asesino de la historia argentina (por aquellos distraídos que pasan por alto el genocidio más doloroso del país en la última dictadura cívico-militar).
—Me llamaba la atención cómo iban a verlo a Robledo Puch, —cuenta— ¡carajo, a mí nadie me iba a visitar! Yo no conocí la visita.
Pero Rómoli cumplió su promesa, había sido arquero juvenil en Gimnasia y Esgrima La Plata. Antes de dejar al chango en el colegio platense, lo llevó al Bosque. Conoció esa tarde al Lobo del 70 conocido como “La Barredora de José”. Estuvo con Gatti, Rezza, Pignani, Onnis y hasta el mismo José «Puchero» Varacka.
—Yo hice nido, me apichoné y me quedé acá –dice Antonio perdiendo la vista en lo alto de la tribuna Centenario.
Otra vez estaba solo. Esta vez en La Plata. Observaba como el personaje más nefasto de la escuela recibía visitas y hasta tenía fanáticas. No terminó la secundaria, empezó a trabajar descargando tomates en un depósito de verduras.
—Conseguí unos mangos y con eso venía a la cancha, buscaba al director a ver si lo podía encontrar. Él ya no estaba conmigo.
Partido tras partido se acercaba al Bosque y buscaba. No encontró más que pasión tripera que se caló en sus venas, en lo más profundo de su ser. No vio más a Rómoli. No se fue más de Gimnasia.
VIII. No hubo un partido que no contara con la presencia del chango en la tribuna. Cuando los tomates ya no rendían, buscaba otro trabajo. Trabajó en el Ministerio de Salud como personal de limpieza y en el peaje de la autopista Dellepiane, en Capital Federal. Las ganas locas de ver a Gimnasia impulsaban sus días, su vida toda. Se trataba de algo necesario, esa dosis de energía para estar de pie. Antonio sabía que ese era su lugar.
Un compañero del peaje le consiguió un nuevo trabajo. Iba a ganar menos, pero era en el querido Bosque. En su nueva casa. Así empezó a vender hamburguesas y gaseosas en el puesto de comidas del sector visitante. Trabajó cerca de un año y se ganó el cariño de todos los empleados del club. Claro, Antonio llegó rebalsado de valores, explotado de humildad y compañerismo.
El chango es de La Rioja, pero nació tripero sin saberlo. El destino fue dibujando su camino. De acá para allá, de compañías y de abandonos, de familia no tan familia, de maestros padres y de compañeros amigos. De soledades. Él nació allá, lejos, pero el Lobo es propietario de una fuerza sobrenatural, coercitiva y magnética. Atrae a toda persona solidaria, de corazón generoso y honesto, la que a pesar de las adversidades no se rinde, que conoce la importancia de la familia y los amigos, que valora el trabajo y la lucha desde abajo. Una vez más, Gimnasia cobija, recibe y atrae al pueblo, al buena leche.
Y así fue que se encontraron Antonio y Gimnasia. El tipo humilde y luchador, con la institución más popular de todas. Ambos dueños de pasiones extraordinarias, pasión por la vida y por el otro, pasión innata. Pasión unificadora. La misma, la única. Estaban hechos el uno para el otro. Hoy Gimnasia es su familia, su casa. Y el chango es un tripa más, miembro de la manada más grande y loca de todas.
Pero no se quedó vendiendo comida en los partidos. Pasó a trabajar de utilero con las divisiones inferiores del Lobo. Es increíble como la vida da vueltas, casi siempre sobre el mismo eje, y en cada vuelta se pone curita a la herida antigua. Antonio estuvo 14 años siendo el padre de muchos chicos que soñaban con llegar a la primera división, muchos chicos que -como él años antes- estaban lejos de sus familias y de su lugar.
El chango replicó la enseñanza que recibió del director del Instituto de San Andrés de Giles, fue el padre de muchos, el amigo de otros y el compinche de todos.
—Estuve en el Bosquecito, ¡qué lindo! —se emociona—, con Rinaudo, Aued, Martinena, el colorado Imola y tantos que ya me mareo con los nombres.
Todos esos pibes inflaron de amor el corazón de Antonio, amor que funcionaba como combustible del motor que lo levantaba a diario para lavar ropa de un día para el otro, para dirimir conflictos, para comprar pan -de su bolsillo- si no había para acompañar la raviolada, para reír hasta con las tripas por las macanas de los chicos, para abrazar cada fin de año a los que se iban, para apoyar a los que quedaban en el camino.
Todos esos pibes. Tantos pibes. Todos lo recuerdan. Los que siguieron, los que quedaron, los que se fueron. Los que hoy son abogados o periodistas, los que están gordos y con hijos, los que la rompieron afuera, en otro club u otro país. Todos. Siempre un “¡chango!” resuena en sus oídos. Ya no hay vacío en él. Ya no hay silencio. Hay alboroto, alegría y familia.
—Me acuerdo un día que estaba cortando el pasto en la casa de 2 y 39, los chicos llegaron después de entrenar y me ofrecieron ayuda —cuenta entre risas y camina alrededor de las canchas de tenis—. Les dije que llevaran una bolsa a la sede, a Mancinelli.
Y eso hicieron, después de almorzar todos juntos, agarraron la bolsa de consorcio llena y pesada y la llevaron. Eran entre 8 y 9 chicos. Se iban turnando. Juan Carlos Mancinelli, emblema del fútbol juvenil de la institución, abrió la bolsa y tenía basura. Solo basura.
—La venganza será terrible, me dijeron y lo hicieron: me llevaron engañado al primer piso, a vestuarios y me tiraron en la pileta con agua fría –interrumpe el relato, se ríe y llora. Muy pícaros estuvieron.
IX. Aprendió a hacerse solo. Jamás esperó nada de nadie. Limpió infinidad de veces la pensión de los chicos, ayudó en la cocina, viajó en pretemporadas y cuidó el semillero.
—Es que esto es como si fuese mi casa, yo estuve en un lugar donde nosotros nos hacíamos las cosas, estoy acostumbrado. Y lo hago con placer.
A las inferiores nadie les lavó la ropa como él: 120 mudas a diario. En cuestión de horas y con una sola máquina, la ropa estaba limpia y doblada para volver a ensuciar.
—Eso lo hacen River, Boca, San Lorenzo, Independiente, los clubes con billetera gorda, pero yo dije “Gimnasia también lo puede hacer”. Y si me ponían otra máquina más, hacía un despelote.
Históricamente, Gimnasia tuvo un semillero largo y prometedor del cual abastecerse económica y futbolísticamente. Un semillero con un trabajo diario de los coordinadores, donde se articulan la cuestión meramente deportiva con el compañerismo en busca de un trabajo en equipo y una preparación lo más acabada posible de cara a la etapa profesional de cada pibe. Un semillero que vio crecer y emigrar a primera división a los Chirolas, a los Mussis, a los Rinaudos, a los “toritos” Naón y tantos emblemas más.
—Lo que yo aprendí del club es una cuenta sencilla: si nosotros sacamos y vendemos dos jugadores, pagás el sueldo de todos —dice—. Entonces yo no miro el esfuerzo diario, si veo o no veo a mis hijas, si gasto más plata en taxi de lo que gano, porque yo sé que cuando finalice el año van a vender dos. Y va a haber guita para todos.
Y sí, es sencillo. Es una cadena de favores. Gimnasia es trabajo mancomunado, es un pueblo unido capaz de vencer en cualquier batalla. Y Antonio es un eslabón fundamental en esa cadena. Es quien trabaja hoy en la sombra del Bosque. Es quien da hasta lo que no tiene por el Lobo. Quien descubrió su ADN gimnasista día a día.
X. Hoy extraña trabajar con los pibes. Está hace un año como personal de mantenimiento en la prioridad del club: el Estadio del Bosque. Y atiende el teléfono los días de partido. ¿Qué hace? De todo, lo que se necesite. En horario laboral y extra laboral.
—Yo estoy tan feliz laburando acá que no me importa si tengo que venir a la madrugada, el asunto es que se haga lo que hace falta.
¿Qué cosas hacen falta? Y, como una casa: cortar el pasto, arreglar la enredadera y las plantas, limpiar y pintar las piletas y toda la estructura de jardines, barrer y limpiar baños, lavadero e intendencia. Y hasta a veces le ha tocado ir a la sede de calle 4 a sacar agua del tercer piso para evitar que se pudriera la madera de la cancha de vóley.
La familia Casamiquela lo pidió para que ayudara en la disciplina pero el jefe de personal decidió que continuara en el Bosque.
—Me hubiese gustado pero me quedé siempre con las ganas de ir a trabajar a básquet, de utilero, de lo que sea, es mi sueño.
Detrás de cada evento de fútbol, básquet, vóley y patín, detrás de cada tarde en el Bosque con mates y amigos, detrás de cada acto, asamblea o fiesta, hay organización y entrenamientos deportivos; pero también hay gente como Antonio que trae en la espalda una mochila llena y pesada de dura historia y que, sin chistar deja el corazón y la vida por Gimnasia, sin pedir nada a cambio. En las sombras del Bosque está él, el chango que ni haciendo fuerza puede hacerle daño al club, el chango predestinado a dedicar su vida a Gimnasia, Gimnasia predestinada a cobijar al chango.
En la sombra del Bosque está Antonio, envenenado de amor tripero. Si, veneno del bueno. Ese que no se saca con nada, el permanente, el indeleble, el imbatible. En las sombras del Bosque está el riojano corpulento y con cantito en su manera de hablar, ese que da su vida si juegan con el patrimonio del club, que enloquece si alguien pretende morder más de lo que corresponde y ¡guay, si delante suyo se critica a un tripero! Pobre de aquel.
En las sombras está él, disfrutando de su premio: está en el mejor club del mundo.
Por Gisele Ferreyra
Exelente .. trabajo..me hisiste vijar ,mentalmente…hasta el aridO Paisaje Riojano..y LA INMENSA SOLEDAD DE SUS PAISAJE..
Excelente resumen de una gran historia, donde la pasion estuvo, esta y estara siempre presente. Es una gran verdad; bebio el veneno mas hermoso del mundo, el amor tripero y ya no hay retorno, solo soltar la pasion que se exprese libremente.