En tres décadas aprendí que aferrarme a un sentimiento es lo más sano, íntegro e inteligente que como ser humano puedo concretar. Y también comprendí que no se trata de un síntoma de debilidad como tantas veces me sugirieron, sino de fortaleza. Yo, como muchos tantos otros y otras, amo a Gimnasia cada día más.
Al principio me decían que no me preocupara, que ya se me iba a pasar, como si yo estuviese incómoda con mi situación sentimental. También me dijeron, muchos, que son cosas de jóvenes, que cuando uno crece, ese fervor se va desvaneciendo. Sin embargo, quiero aclarar que yo jamás me sentí compungida, ni tuve inconvenientes en transitar mis mañanas en el colegio, y las tardes en las calles de mi barrio, tampoco experimenté dificultades para relacionarme con el mundo exterior, ni limitaciones de aprendizaje, ni extroversión. Al menos no fue jamás consecuencia de mi vínculo con Gimnasia.
Pero insistían. Me acuerdo que cuando se fueron los puntos cosechados por la temporada 2005/2006, esa, la del subcampeonato con Pedro Troglio, la cuestión del promedio comenzó a ajustar. Y ahí estaba yo, recién salida del secundario, una mujer adulta pero con miedo. Miedos por todos lados. Es que tenía pavor al descenso. Era algo similar a la muerte, cómo un punto sin retorno. Y rezaba cada día, sacaba cuentas con la calculadora de mi abuelo y tenía miedo. No podía dormir. Empecé con ataques de pánico y directo al psicólogo que no hizo más que repetir que me alejara de Gimnasia.
No me alejé. Más tarde nos fuimos a la B.
Negada y con furia. Desentendida. Humillada varias veces. Banalizada. De esa manera viví mucho tiempo. Pero crecí. Pasaron los años y mi sentimiento, lejos de desvanecerse, se solidificó. Fue entonces cuando finalmente comprendí y terminé de aceptar que mi constitución es azul y blanca, que jamás será de otra manera, y por lo tanto, lo que el mundo diga sin cuidado me tendrá. Fue más fácil, claro.
Es que preferí quedarme con recuerdos. Con presentes y futuros. Un día (en realidad creo que fueron cientos), fui arquera en una cancha de cemento rugoso, con rejas negras oxidadas alrededor. Era el lugar donde debía estar el auto de la familia, en la puerta de casa. Mi primo pateaba siempre. Se entrenaba conmigo (entendí después), porque compartíamos mucho tiempo juntos. Yo era Noce y tenía una participación estelar. Él variaba, a veces era Enría, otras el Pepe Albornoz. Hasta llegó a ser Madrid. Siempre me goleó. Yo era feliz porque en definitiva, el Lobo hacía goles.
Con mi vieja nos hicimos solas. Crecimos y nos nutrimos la una de la otra. Creo que ir al Bosque siempre fue una excusa para poder pasearme con semejante mina al lado, presumir con mi vieja y abrazarla en cada gol. Si, sin dudas. Con ella, y después con mi hermano. Me acuerdo del gol de Niell. El tercero, a Rafaela en la promoción de 2009. (El nudo en la garganta me inmoviliza los dedos). Esas miradas inundadas de felicidad sellaron nuestro vínculo profundamente. Las palabras sobraron, solo la mirada y el abrazo bastó.
Pero sin dudas, el más grande de todos. Mi abuelo. Mi viejo. Ese tipo que, disculpen, pero para mí es quien tiene la verdad absoluta. Dicen que tal espécimen no existe, dejen que lo ponga en duda.
Me enseñó de wings, centro forwards y stoppers. No lo aprendí. Pero me enloquecía escuchar sus conocimientos, horas y horas mirando cualquier liga y categoría. Él quería que yo supiera de fútbol, porque decía (y dice, por suerte) que era como la política: a todos nos atraviesa y no se puede ignorar el tema, porque sino te toman por boludos. ¡Qué se yo!
Me contó del Lobo del 62 y las caravanas en tren para acompañar a Minoian; Galeano, Marinovich; Davoine, Daniel Bayo, Lejona; el Loco Ciaccia, Prado, el Tanque Rojas, Diego Bayo y Huaqui Gómez Sánchez. Se la sabía de memoria 40 años después. 50. Todavía.
Con bronca recuerda el robo del 33. “Es que no lo dejaron salir campeón”, repite cuando alguien saca el tema (siempre suele ser él mismo). En el 2007, juntos leímos unas declaraciones de Pancho Varallo. “Era un gran equipo y debió haber salido campeón, pero usted sabe que a Boca y a River los ayudaban mucho, yo venía de Gimnasia y me daba cuenta. A veces uno no quiere hablar, fue una gran pena todo aquello”, dijo el nacido en Los Hornos, socio de Curell en el equipo campeón del 29.
Esa historia resulta conocida, ¿no? Y ahora, a solo horas de la final de Copa Argentina uno puede sacar pecho y decir que a los grandes los dejamos afuera. Que todos y cada uno de los miles de triperos desperdigados por todo el planeta tenemos una familia que nos inyectó este amor, que crecimos y le fuimos dando forma. Que no renegamos del sentimiento, que lo adoramos porque es nuestro pilar.
Cómo yo, tantos otros. Y por eso estoy completa. Al saber que el ser gimnasista como un todo crece a pasos agigantados. Que los resurgimientos existen y los milagros también.
Hoy tenemos la oportunidad, una vez más de consagrarnos. Pero no hablo sólo del título, sino de consagrar nuestras pasiones. Cuando pite Loustau voy a pensar en mi vieja, mi abuelo, mi hermano, mi primo y toda mi familia. Voy agradecerles desde lo más profundo de mi corazón el haberme encaminado, o mejor dicho, haberme presentado al sentimiento que hoy con orgullo me digo aferrar.
Hagan lo mismo triperos. Si todos juntos tiramos para el mismo lado, difícilmente la adversidad pueda derribarnos. Este momento fue inesperado dentro de lo más deseado, es un mimo, una caricia y una señal para unirnos y celebrar. Para reunir recuerdos y vínculos. Para entender el por qué somos esto y no otra cosa.
Acá estamos. Somos nosotros. Después de 24 años de la Centenario, otra final. Disfrutémosla y abracemos a nuestros triperos más cercanos. Míralos y decirles cuanto los querés porque, créeme, es lo mejor que tenemos.
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