“Qué duda cabe que llegará ese día
imposible, utópico,
en que las palabras ocupen las celdas
y los hombres salgan a pasear sus propias vidas.”
Ricardo Bizzarra.
—Voy a cantar con mi hija un par de temas, “El equipo de Jesú”, “El equilibrio del mundo”, de Zambayonni, “Las sirenas”, de los Espíritus y alguna del Flaco.
— ¿También sabés cantar?
—No, pero tampoco se hacer radio, ni teatro. No se escribir, ni actuar, mucho menos dar clases de eso.
— ¿Y?
—Lo hice igual.
De filosofía y libertades ricoteras
Cincuenta personas eran las que disfrutaban de la fiesta del varieté redondito en el 82 en un teatro platense. Los años anteriores a la presentación de Gulp! en Cemento, cuando poco más de ochocientas personas cantarían La Internacional comunista palpitando la salida del Indio, Skay, Bucciarelli, Fargo, Crook, Ávalo, coristas y del periodista Rosso que se vestiría de oso en “Ñam Fri Frufi Fali Fru”, se gestaba en plena dictadura cívico militar el germen de una expresión de delirio artístico en La Plata. Vida ante la muerte. Luz frente a la oscuridad. Amalgama de diversas manifestaciones humanas versus la única y omnipotente del garrote. Aparición del arte más multifacético de todos frente a la desaparición de miles de rostros.
Es que esa famosa receta de una tal Patricia Rey se fue cocinando en el under platense. Bajo la tierra del éxito, la fama y las presiones culturales. Bajo la tierra y desnuda de imposiciones comerciales. Lo más puro de los redonditos de ricota de Rey se expresaba de manera simple y natural con restos de Cofradía en su ADN por bares y pubs. Y teatros como el Lozano. O también en el cabaret Tango Club de 1 y 61 hoy más conocido como “Puticlub”. Y también en las reuniones en la casa de Skay o en la de la Negra Poli, y los ensayos en el Pasaje Rodrigo.
La receta tenía rocanrol, filosofía, ballet, teatro, una pisca de humor, circo y cantidad necesaria de psicodelia. Y muchos personajes que el éxito ricotero olvidó bajo la tierra del under y son pocos los que hoy los recuerdan. Al escenario subían también: “El Doce” Gaudini, un gordo simpaticón repartidor de fantasías y buñuelos de ricota y nuez antes de los recitales en el Lozano. Según decía eran afrodisíacos. Él se vestía de sultán. Gran militante de los derechos humanos. Siempre de este lado de la mecha.
En aquel disparate talentoso aparecía también Sergio Martínez o Muferchus Filosoforum vestido de tirolés hablando en alemán, recitando filosofía heideggeriana. Pepe Fenton, el bajista inicial y el último hippie. Ricky Rodrigo un guitarrista de la puta madre y el de la familia del pasaje de 51. El Mono Cohen (Rocambole), artífice y difusor de identidad. Quipe Peña, fotógrafo de estrases, sedas chillonas, narices de payaso y vestidos de flamenco. Sensualidad congelada desde 1978. Cuerpos y melodías rockeras desafiantes bajo la tierra del orden. Antes de que Los Redondos editaran Gulp! Ya sonaban entre diagonales “Superlógico», «Mariposa Pontiac», «Nene, nena» y «Pura Suerte».
Muchos fueron los privilegiados que se deleitaron con aquella perversión rocanrolera que se pervertía para no ser considerada perversa por la gorra de turno. Así los Redondos hacían teatro y no rock. Todo bajo control. Una vuelta, en el teatro Lozano, llegó a durar 4 horas un recital redondito. Parecía que no había mucho establecido de antemano, todo sucedía y ya. Ahí estaba Ricardo Bizzarra entre tantos jóvenes. Ricardo, como loco por ese rock que lo moldeaba y comenzaba a definir. Esos delirantes interpretaban y escupían a colores: “Verte feliz no es nada, es todo lo que hacemos por ti”, y no sabían ni de casualidad que lo que hacían por Ricardo era todo.
Ricky Bizzarra con 22 años agitaba de este lado del escenario. Sabía que aquello que veía la rompía, que iba contra lo malditamente establecido, que la poesía era encantadora, el gordo un cago de risa, la voz del Indio particular y única. Sabía que pertenecía a ese colectivo bajo tierra. No sabía hasta qué punto, no. No sabía, claro, que después de Pabellón Séptimo conocería al “Doce” después de, aquel, haber estado guardado. No sabía que sería su amigo entrañable que lo haría cagar de risa, aun después de haber recibido 20 puñaladas en la espalda. Aun hoy, recordándolo.
Mientras la fascinación calaba profundamente en sus venas al ver semejante espectáculo multifacético, Ricky no sabía que conocería a Fenton y sería como su hermano. No tenía ni idea que aquel delirante monologuista de “Ser y Tiempo” los acompañaría a las peñas platenses. No estaba al tanto que aquella noche le marcaría el camino y que nada sucede porque sí. Que uno camina, siempre los circuitos que lo identifican, que las calles que se caminan llevan una y otra vez al mismo centro, a la misma raíz de sensaciones.
Ricky ni siquiera intuyó aquella noche del 82 en el Lozano, que más adelante el teatro y la escritura serían su arma de transformación, que en una jaula de gente se cruzaría con la Bestia Pop de esos mismos Redondos, y que la vería vagar por tribunas y andenes de todo el país, agitando la Azul y Blanca, vistiendo la del Lobo, levantando la del pueblo. Esa misma camiseta que Ricardo vestirá 35 años después en Olavarría junto a su hijo, en lo que será, quizá, el último show del Indio Solari.
Los Redondos, el rock, la resistencia, la perpetuidad y el amor certero, la libertad y la justicia, la poesía, el arte, la filosofía, el teatro y el baile frenéticamente provocador. Aquella noche de contracultura en las calles grises de 11 entre 45 y 46 de una ciudad fría de miedo y ausencias, Ricky encontró su libertad.
La libertad de cantar igual
Su voz es particular, raspa el aire con su sonido metálicamente grave pero lo acaricia con socarronería. Se la juega a morir. Piensa cantar porque le gusta. Punto. Qué carajos importa si sabe o no sabe. Quiere hacerlo y lo hará. Su hija, Mora, toca la guitarra y le hace el aguante en todas. Así que juntos darán un gran show por algún bar de la ciudad.
Hoy con su pelo entrecano, con algún que otro infarto en su haber, con calles caminadas, con barrios pateados, con dos hijos, una esposa, con su amor a Gimnasia y Esgrima La Plata, con una mochila rebalsada de experiencias y conocimientos adquiridos, sostiene e insiste que la música lo marcó. No sólo eso, va más allá…
—Los Redondos me definieron, el Flaco Spinetta y Dylan me salvaron la vida —dice—, y Sumo está acá, en mi corazón.
Su vida puede explicarse como un cúmulo de acontecimientos continuos, uno al lado del otro y sin fisuras. Sin la música habría huecos, existirían vacíos donde uno se preguntaría, ¿acá qué pasó? Y, por ahí pasó Dylan, o Spinetta. Su vida no puede explicarse sin la música. La música es una parte constitutiva de esa persona que hoy quiere cantar junto a su hija en algún bar bajo tierra.
La libertad de hacer teatro igual
“El Negro José Luis: un ayer de barra brava y un presente de actor”, tituló La Razón de La Plata el viernes 18 de diciembre de 1987. Tres días después, Ricardo Bizzarra, en una carta de lectores dirigida al mismo diario platense, repudiaba la nota.
—Habían mandado un periodista de espectáculos y la nota aparece en “Policiales”, unos hijos de puta, mirá a foto que le pusieron al Negro, pareciera que está en combate.
Los tipos se mandaron a reafirmar lo barrabrava de José Luis, más que a destacar el acto que había tenido lugar en la Unidad Penitenciaria número 9 de La Plata, donde un grupo de internos representaron dos obras de teatro. Fue una movida cultural donde el Negro había sido uno más. Pero claro, resulta que a José Luis lo daban por muerto. He aquí la cuestión, comuniquemos la que vende. ¿A quién carajos le iba a interesar que los presos actúen?
—Y pensar que estos tipos eran progresistas.
Jaula de gente
La Unidad N° 9 ocupa cuatro manzanas de Villa Elvira y sus muros tétricamente grises se ven a dos cuadras. La fachada de madera barnizada y vidrio espejado es un tanto más amable que sus otras tres caras pintadas de un blanco viejo y descascarado.
Sobre la calle 76 unas rejas decorativas, para nada oxidadas, lucen un color negro brillante que hace juego con el verde primaveral del jardín de la vereda. ¡Qué linda está por fuera la cuestión! El pasto tiene un corte prolijo y al ras. Algunos presos consiguen el privilegio de ser jardinero extramuros.
La cocina está tan cerca de la calle, que los vecinos que caminan por el lugar perciben los olores e imaginan la preparación de cada plato, que será consumido por los internos en los horarios estrictamente establecidos. En la cocina también trabajan algunos detenidos que disfrutan de ver el exterior a través de las altas pero pequeñas y alargadas ventanas.
Sobre las paredes de la cocina dice en aerosol negro: “Jaula de gente”. Y Ricardo Bizzarra es uno de los tantos voluntarios que intentan resocializar a aquellas personas que conviven con un sistema penitenciario viciado de perversas costumbres de hombres uniformados con aires de superioridad y abuso de tal.
En el año 83 empezó a trabajar en las cárceles y su primera parada fue la cárcel de Olmos. Estudió filosofía.
—En dictadura sacaron una ley que prohibía cursar tercero si adeudabas materias de primero.
Y el adeudaba Latín I, de primero.
—La daba un facho y estuve todo un año para darla, entonces para no perder tiempo me anoté en Magisterio.
Y cuando terminó, Pablo, su amigo quien era el director de la cárcel lo convocó para que diera clases. Así fue conociendo otros penales donde podía ejercer como maestro. De boca en boca fue generando su docencia under. Ese bajo tierra que tanto mamó. Está vez bajo tierra y entre rejas.
Presentó un proyecto de educación y a los dos meses se aprobó y quedó a cargo de dirigir un taller de teatro con la asistencia del director teatral de la Universidad, Norberto Barruti. En la fría Unidad 9, en democracia, sucedió el encuentro. Había varios pibes de La Plata, muchos eran hinchas de Gimnasia, como él.
Ricardo y 20 alumnos se reunían cada tarde donde funcionaba el teatro, bien en el fondo. Antes de llegar a la última reja hay una división: vas para un lado, la escuela; para otro, los talleres. Un teatro, teatro. Con butacas y todo. Con escenario de un metro setenta.
—Lo tenían medio al pedo y yo empecé a hacer ensayos ahí.
Empezó el acondicionamiento, la puesta a punto. Mientras algunos preparaban los personajes, otros pibes hacían toda la conexión de luz. Así se laburaba. Todos.
Mientras ensayaban uno de los pibes triperos le contó a Ricardo que en la unidad también estaba guardado el Negro José Luis. Lo quiso ver.
El Negro ese que habían dado por muerto. Ese que había recibido unas puñaladas en el Bosque. El Negro, ese que como Ricardo, daba cátedras de vida a los pibes que, arrojados a las calles y encerrados como animales, todavía no la habían entendido.
Se dedicó a ayudar a los demás, a llenar vacíos, a mantener contentos a los que lo rodeaban, a revertir injusticias y denunciarlas. Siempre tuvo una mano para tenderle a cualquier persona, ya sea facilitando la entrada a una cancha, plantándose frente a cualquiera que maltratara a una mujer o un pibe, curándole una pierna a un desconocido tras un tiroteo, o dando consejos a los muchachos que no podían ponerles límites a su vínculo con las sustancias. Tuvo mucho para dar y tiene mucho dado. Sigue cultivando a diario, miles de jardines en almas guerreras.
Paradójicamente, Ricardo Bizzarra, quien dedicó su vida a transitar los mismos caminos del respeto, del compañerismo, del abrazo justiciero y denunciante de atropellos de mierda contra el ser humano… paradójicamente, Bizzarra, con las mismas cualidades que Torres pero, según él, “sin tanto huevo”, quiso verlo. Paradójicamente o no tanto, el under de la vida los unió, otra vez.
Te conozco de antes
Es que los dos son triperos. Se habrán dado cuenta cuando arriba se habló de características que hacen a la guapeza, a hacer la que pinte sin joder a los demás. ¡Tripa, papá! Los dos son de la misma época, o más o menos. Pero que andaban por las mismas canchas y andenes, no hay duda.
Resulta que Bizzarra dio sus primeros pasos en la esquina de 4 y 49, a dos cuadras del Polideportivo del Lobo. En esa esquina, frente al ex Mercado de Buenos Aires (que hoy oficia de estacionamiento), su abuelo tenía un comercio. Negocio que creció a almacén, de almacén a supermercado y después a mayorista. Justo donde hoy funciona la cervecería. Y ahí andaba el pequeño Ricky entre estanterías con su primo con el que no sólo compartían sentimiento albiazul -como toda su ascendencia-, además tenían la misma edad: diez.
Además de ir a la colonia de vacaciones en verano, iban juntos a la techada con su carnet de socios cadetes. Con los tíos y el abuelo. De lejos divisaban la gloriosa. Les llamaba más “la Centenario” y su pogo de tablón, que el partido que se estuviese jugando en el campo de juego del Zerillo. Ellos querían rocanrol.
Ahí nomás del negocio de 49, el Loco Tabbia administraba un barcito. En diagonal 80. No solo era el capo de la barra tripera en aquel momento, sino que era cliente del abuelo de Ricky.
— ¿Así que van a la cancha ustedes? —les dijo el Loco a los pibes —. Vengan conmigo, yo los cuido.
Y lo cierto es que el viejo, el tío y el abuelo no ofrecieron resistencia. Los pibes quedaron bajo el ala de Tabbia que los apadrinó y les dio el rocanrol que querían, o más. O mejor.
Plena dictadura, pero así como a los recitales under de Los Redondos no se los consideraba peligrosos, a la barra tripera tampoco. Palos y cadenazos, mano limpia y trompadas. Nada de fierros, facas, ni cuchillos. La tranquilidad y la seguridad del mano a mano. En esa escena aparece el Negro José Luis, el otro capo de la banda del Lobo. Ese tipazo justiciero que no hacía nada malo, que lo único que hacía era fajar a la policía y romper patrulleros en Plaza Italia. Siempre a mano limpia y por el bien común. Él era así.
***
Miércoles del 75. Dos de la tarde. Ricardo y su primo ya hicieron los trámites para ratearse de la escuela. Falsificaron a la perfección notas que informaban de su urgente asistencia al dentista. En los papeles, todo legal. Patearon hasta la estación donde los esperaba el Loco Tabbia quien ordenó se les diera Gancia o Cinzano. Había que ir a Ferro. De golpe unos pibitos se acercaron corriendo y le dieron a José Luis una porción de tarta. El Negro ni lo pensó y le dio un mordisco.
“¿Qué hacés, José Luis? ¿Sos pelotudo? ¿No ves que le afanaron la tarta al vendedor?”, dijo Tabbia en lo que fue la escena más dramática de la tarde. Y el Negro le devolvió la tarta al ultrajado. Tarta masticada, pero devuelta al fin. Inocencia y honestidad. Pero automáticamente: “¡Dale, che! A cantar que vinimos los patrones”, grita como un desaforado José Luis. Jugaba el Lobo que manda en todos lados. A demostrarlo, sean cincuenta o miles.
El Negro siempre tuvo la libertad que necesitó para hacer lo que se le cantó las pelotas, para pararse con el pecho en alto frente a cualquier circunstancia adversa. Esa libertad que Ricardo también conoce, que fue tallando y rellenando huecos con música, con arte, con relaciones, con Gimnasia. Y al Negro se lo eligió como líder de una manada, y el que no le tenía miedo, lo respetaba. Miedo… ¡qué locura, si tan solo lo hubiesen conocido! Ricardo pudo hacerlo. La vida los juntó puertas adentro, en otra circunstancia. Con la libertad de uno de ellos no tan libre. Pero siempre erguido, con la cabeza en alto, el mentón arriba y mirada desafiante.
En el under de la vida, en el encierro de lo disfuncional, en el momento en que mentes brillantes como la de Foucault se percatan del sistema carcelario perverso, donde se retiran a las “personas peligrosas” de la sociedad para castigarlas aun corriendo el riesgo de volverlas más peligrosas. Que la cárcel no es la solución, que ningún pibe nace chorro. Ya lo decía Foucault, sí. Con otras palabras. Si hasta Monzón la pasó mal adentro. Pero el Negro no. Y querían hacerte creer que era un tipo peligroso. Que si pasabas por el Club Atenas o Plaza Italia te cagaba a palos cuando no te robaba. Mentira.
Y en la Unidad 9 se lo presentaron nomás, como si el pasado de los patrones no hubiera sucedido jamás, se conocieron de vuelta. Esta vez, un amigo en común sirvió de anzuelo y puntapié para el acercamiento: Pepe Fenton. Otra vez, Los Redondos. El Negro no se acordaba de Ricardo, pero Ricardo sí de él. Y se cayeron bien. Y se cagaron de risa juntos.
Jueves 10 de diciembre del 87. Se estrenan en la unidad dos obras de teatro. “¿Quién, yo?” de Dalmiro Saenz y “El acompañamiento”, de Carlos Gorostiza. Obras del género absurdo que cuestionan el poder y lógica aparente, indagando y ubicando a los hombres frente a la injusticia y la muerte con hilarante humor. Fueron familiares, amigos, funcionarios, hasta Diputados. Claro, las autoridades del penal estaban dulces porque se hacían cargo de semejante actividad. A Bizzarra ni le calentaba, sólo le interesa (ba) el laburo colectivo, solidario y desinteresado. El aprender riendo.
¡Qué sorpresa se llevaron todos cuando apareció sobre el escenario el Negro José Luis! ¿No estaba muerto? Y era bastante quilombero, pero no choreaba, no era un delincuente. Pero lo sacaron de circulación un tiempito, para marcarlo. Un escarmiento. Y ahí estaba. José Luis, con un parche de pirata en el ojo, largó una carcajada seguida de un grito de guerra: “¡Dale Lobo!”, y siguió actuando. Todos los presentes lo reconocieron y una catarata de aplausos resonó en esa tumba donde el Negro revivía, una vez más.
Y después se terminó. Al año siguiente Ricardo se fue, llevó el proyecto a otro penal. Al Negro lo cruzó afuera, en la calle. Pero en este tercer encuentro, el Negro lo recordaba y respetaba como su maestro. Esa vez fue distinto.
— ¿Diste clases de teatro afuera?
—No. Solamente en la cárcel.
— ¿Por?
—Porque me importa tres carajos si la subjetividad de los tipos que tienen posibilidades de elección se transforman —dice—. Estoy convencido que una apuesta es llevar arte a las cárceles y cosas que sean creativas, no mecánicas y así lograr efectos y dejarnos de joder con el castigo.
La libertad de hacer radio igual
Edgardo Gaudini, el Doce, el Sultán, el cocinero de Los Redondos, el de los buñuelos. Sí, ese. Era el conductor del programa “El pez náufrago”, de Radio Universidad. Un programa delirante de “preguntas y sospechas”. Ricardo Bizzarra co-conducía y producía. Fue a mediados de los 80 y duró una década más.
—Era muy divertido, el gordo era un personaje, un cago de risa —cuenta Ricardo —.
Una de las secciones se llamaba “Los marginados del sexo”. El Doce viajaba, entraba en las villas, lo conocían y lo respetaban. Empezó con zoofilicos porque conoció a dos pibes que venían del interior y habían practicado sexo con animales, después llevó a la radio a Ruth Mary Kelly, una de las primeras prostitutas. La mina vivía en la Isla Maciel y ya tenía como setenta y pico de años cuando fue a la radio.
—También con cuadripléjicos, llevó un tipo que se re enganchó y dijo: es la primera vez que me hacen una entrevista donde me siento como un ser humano.
No por nada el Doce era cocinero de Los Redondos, cocinaba muy bien. Otra sección era, entonces, “Cocinando con el Doce”. Y cocinaba con el entrevistado de turno. Cuando estaba este último, hizo malfatis: los malhechos. “Y sí, te hicieron mal”, le repetía al entrevistado.
—El programa iba una vez por semana, pero el gordo era un hincha pelotas, te pedía: quiero el tema de Astor Piazzola con Gerry Mulligan del 74, tocado en aquel teatro italiano —dice—. ¿De dónde sacábamos los discos? No teníamos acceso a la red.
Entre encares, programas y fiestas pasaron miles de historias juntos. Y pensar que aquella noche en el Lozano, Bizzarra ya lo había conocido y se había maravillado con su extravagante actuación. ¿Quién diría, no?
La libertad de escribir igual
Lo bajaron a balazos en Rosario. Fue un tiroteo con la policía… Así arranca “El 22”. Poema de Ricardo Bizzarra en memoria de Marcelo Amuchástegui, “el Loco Fierro”. Así lee Carlos “Tato” Amuchástegui, el hijo de Fierro, ahijado del Negro José Luis el día del cumpleaños 50 de Ricardo.
Fue en el 2010. Las almas del Negro y de Fierro brotaban de las palabras de Tato con una potencia energética que no se veía desde el manotazo que le puso el Loco a un milico en la cara bajándole los Ray-Ban oscuros y un poco su delirio de grandeza, allá como en los 80 en el Bosque. Que no se sentía desde que el Negro la agitaba en cancha de Argentinos para que dejaran pasar a los pibes. La emoción de escuchar su escrito dedicado al Loco, recitado por Tato, viajó con la velocidad más audaz, de la misma calaña de la que Marcelito usó aquel clásico para cruzarse toda la cancha, robar el trapo vecino y traerlo como trofeo a la manada. Inolvidable para Ricardo, que de recordarlo se emociona y moja sus ojos con dulce licor que acompaña la piel de lobo que recubre su ser. “Feliz cumpleaños”, dice el pibe Amuchástegui al finalizar el video. Y Bizzarra atesoró ese momento en el cajón de los más felices.
Como trabajó mucho tiempo en cárceles hubo historias que le partieron la cabeza. Entonces, se dio cuenta que la única forma de liberar fue escribirlas. Que la libertad estaba en la escritura. Que las palabras querían salir de sus celdas. Que él era libre de hacerlo. Y se mandó a hacer poemas o como le gusta llamarlos “cuentos poetizados”. Escribió sobre los de adentro y sobre lo de afuera que habían estado adentro. Sobre dos de los redonditos originales: Mufercho y El Doce. Uno sobre El Loco Fierro, otro sobre La Bestia Pop, el Negro José Luis. Los reunió en un libro que se titula “Poemas infames”.
Pero no quedó ahí, escribió una novela también, bajo la misma lógica del encierro, de ese encierro que le voló la nuca. Se titula “Reclusa” y tuvo una mención de honor en el concurso “Aurora venturini 2011”. Y publicó muchísimos artículos sobre educación en cárceles y además se lo consulta como conocedor ricotero. Es miembro fundador del Grupo de Estudios sobre Educación en Cárceles. Y ahora que está jubilado, no pierde tiempo y semanalmente se junta a pasarla bien con gente cálida en un taller de escritura, donde leen y escriben. Anda con libros todo el día y cuando tiene un momentito se sienta en algún bar, pide un café y lee.
Lee y escribe porque lo considera arte. Y en el arte se pone mucho de uno, al menos así lo cree. Al tocar una guitarra, al componer un tema, al escribir una poesía, uno pone en juego su creatividad y su sensibilidad. Uno está poniendo un pedacito propio en esa pieza artística. Ricardo es un hombre con una sensibilidad extrema, con una calidez y sencillez de pueblo, con el corazón abierto y decidido a dar. Con mirada afectuosa y sincera. Ahí está, sentado en un bar y agradeciendo a la vida ser de Gimnasia.
La libertad de amar igual
—Gimnasia es mi historia y la de mi familia —dice con lágrimas en los ojos y la rudeza en su voz no tan ruda.
Es su historia y su futuro. Ricardo no puede explicarse sin Gimnasia. Eso que decía de los huecos vacíos de momentos sin Spinetta, Dylan o Los Redondos, lo mismo sucede con el Lobo. Hasta infartado, en el hospital, pidió a gritos ver Gimnasia-Tigre en 2013. Morir es una posibilidad. Pero el Lobo es una convicción.
—Un día llegué a una certeza, en una crisis existencial muy grande, dije: puedo dejar de escribir, puedo dejar a mi mujer, pueden dejar de gustarme las mujeres, me pueden empezar a gustar los tipos, puedo ser travesti, monje o talibán, pero lo único que no podría dejar de ser es de Gimnasia.
Es cierto. En un mundo de posibilidades lógicas existe todo. Ya lo decía Mufercho en el teatro Lozano al recitar Heidegger: el hombre está arrojado al mundo de las posibilidades, el hombre mismo no es real es una posibilidad. Lo que el alemán llamó el “Dasein”. En ese mundo de posibilidades infinitas, Ricardo Bizzarra tiene dos certezas absolutamente certeras: el amor a Gimnasia y el amor a sus hijos. Dos tipos de sentimientos, dos amores plenos, puros y únicos.
—Es mucha pasión, sé que los voy a amar como sea. El Lobo y mis hijos, mi pilar.
— ¿Pero qué te da Gimnasia?
— ¿Qué me da? —se ríe—. La alegría de haberlo conocido y poder participar de eso, dejarme ser uno más de los que estamos en su historia.
Y no espera nada de Gimnasia, porque lo ama. ¿Qué espera de los hijos? Que sean felices. Nada más. La plenitud pasa por levantarse y decir: ¡qué lindo encontrarme de este lado de la mecha, qué lindo es ser Tripero!
—Esperar una retribución de alguien que uno ama es como dejar decaer un poco ese amor.
NdR: En breve, Ricardo se presentará en algún bar de la ciudad, en el under, con su hija y algún libro debajo del brazo. Cantará temas que lo definieron como tal, canciones que le dieron sentido a su vida. Esa música que inundó de sensibilidad esos vacíos existenciales. Hoy ES una posibilidad. Hoy TIENE una posibilidad. La de cantar, su asignatura pendiente. Y seguirá transitando sus posibles y cuando no pueda hacerlo y la posibilidad más posible se haga carne, habrá discípulos que recorrerán su camino, ese que él les enseñó.
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