Al Bosque, nuestro final de cuarentena

PH: Javier Genoni

Hace exactamente 44 días siento un vacío agonizante en mi interior. Cuerpo y alma se empezaron a desocupar lentamente. Vos sabés que los últimos días lo sentí un poco más fuerte, no sé, cómo si me estuvieran extirpando las tripas: el miércoles el esófago, el jueves un intestino, el viernes el más grueso. Y, ¡no sabés que atrevidos! intentaron quedarse con mi alma.

Dicen que por Villa Elvira puede aparecerse Trump con su armamento yanqui, o que el 9 de mayo el mismísimo Putin llegaría a las diagonales de Rocha a probar sus misiles hipersónicos y robots de combate en conmemoración del éxito militar sobre la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial.

No sé, puede pasar cualquier cosa. Pero mi alma… esa sí que no la suelto.

Para mi todo empezó cuando Gimnasia debutó en la Copa de la Superliga con Banfield en el Bosque, y no pensé que fuera para tanto. Sinceramente te digo. Mirá que un virus…

Testaruda me enfrenté a todos los que expresaban preocupación por la situación, los traté de tibios, de cobardes y exagerados. Un partido sin público no es tan grave si no tiene que ver con una sanción infame tras un clásico en casa. Sin dudas aquello duele más, esto no.

Me acuerdo que el partido con el Taladro se iba a jugar a las 19 y después se atrasó un cuarto de hora porque había un cierto misterio que se posaba por sobre vos, Juan Carmelo, que nadie al día de hoy puede explicar.

Como si todas las autoridades competentes para tomar decisiones estuvieran deseando que alguien más, un ser supremo viniera a ocupar sus lugares.

En fin. El juego estaba en los planes, pero los futbolistas volvieron a aglutinarse bajo la figura gremial y empezaron a alzar la voz, los empleados de los clubes, las autoridades. Se jugó. Sin público, sin prensa y sin certezas. Fue horrible. El no partido.

No sabés cómo se escuchaban esas directivas del Gallego Méndez y los gritos de Fatura a una defensa desenfocada.

“¡Nooooo! La puntea él”, “Seguí, seguí”, “Solo, solo, ¡dale!”, “¡le pasa entre las piernas, la puta madre!”, se atrevió a decir un despistado al que alguien le advirtió: “no grites, boludo, que se escucha todo”.

Sí, se escuchaba todo. Un silencio ensordecedor. No se veía nada. Se sentía menos. Se oyó hasta lo que Maradona le dijo a Falcioni ingresando al campo de juego, sin dudas lo mejor de la tarde.

Pareció no, fue un entrenamiento.

Mirando la televisión traté de no hacer tanto escombro más que el propio y natural por haber perdido dos puntos tan valiosos en la lucha que, en aquel momento, me dejaba sin respiro.

Pero de repente todo estalló porque la pandemia wuhanesa sacó pecho y tomó más protagonismo, y la psicosis empezó a crecer desmedidamente en cuestión de horas. Volver a verte en la proximidad de los días quedaba cada vez más lejos. Pero durante esa semana fui más bien escéptica, y hasta compré teorías de conspiración imperialista de aniquilación en las que no teníamos nada que ver.

Cualquier cosa antes que mi alma, pensé. Cualquier cosa antes que no volver al Bosque.

Entonces agredí a mi alrededor. “Déjate de joder, esto se acomoda enseguida”, “Mirá que van a parar la pelota con la guita que genera”, “No seas boludo”, “tarada”, “estúpido”; “¿qué hacé, pandemia? Muchas películas, vos, eh”.

Todo eso le planteé a mi mundo cercano el mismo día que me inyecté la Prevenar 13 conjugada y la Trivalente cepa 2020, vacunas contra la neumonía y la gripe, por si acaso.

Contradicciones que me presentaba la vida -como filminas de Presidente o profesor de Derecho– para enseñarme que algo estaba mal, pero preferí distraerme.

No lo logré. El mundo se transformó en la porquería de Cambalache. O en una serie de terror de poca monta. Alguien o algo nos mueve como estatuillas desde arriba, alteró nuestras rutinas y se divierte con nuestras conductas contrariadas dentro de cuatro paredes. ¡Un jodón!

Tuvimos que dejar de vivir para no morir. Obligados. Sí, así de fatalista. Así de terrible. Cuidarnos todos para cuidar al otro.

De repente no hubo próxima fecha, mucho menos prácticas, no más reportes desde Estancia Chica, ni conferencias de prensa. Ni programas de televisión y radio tradicionales. Todos evolucionamos (o involucionamos, qué se yo) hacia una nueva era donde, para el villano en cuestión, no existen diferencias de clase, sexo o color.

Qué se yo, hoy el Bochi, Ayala y hasta el propio Maradona hacen lo mismo que vos y que yo. A veces se levantan con ganas y se ejercitan, juegan con sus hijos, hablan por teleconferencia con seres queridos (y otros no tanto que quieren sacarle jugo a sus palabras para llenar un par de minutos de aire ante la carencia de novedades que, encima, están devaluadas). Otras, sólo se levantan al baño, y sus días son testigos de una ardorosa búsqueda de alegría en su (nuestro) estado gimnasista.

A todos nos arrebataron nuestras vidas tal y como las conocíamos, ahora estamos aprendiendo a nacer en otra forma y sustancia. Nos reencontramos con nosotros mismos y es para eso, señores y señoras, que necesitamos conservar nuestra alma.

Porque es la que se mantiene conectada -en un vínculo inquebrantable- con otras de esencia similar. En esta película que ni el más talentoso guionista escribiría, volvimos a elegirnos. Ante la más dolorosa adversidad, nos buscamos, nos abrazamos, queremos y odiamos de manera virtual. Mirándonos por una camarita, escuchándonos por teléfonos, o escribiéndonos por WhatsApp. Nadie se toca. Nadie se abraza, salvo nuestro sentir que se enrolla como un torbellino que vuela hacia las nubes más altas.

Así nos encontramos hace 44 días. Hablamos del Lobo del Viejo entre nosotros y con sus dirigidos, rememoramos partidos inolvidables, caravanas de felicidad y esperanza, tristezas. Discutimos con perspectiva de género y sin ella también. Hablamos de financiamiento, descensos, dinero, y fuimos testigos de cómo nuestro polideportivo -donde todavía queda la estela de los cuerpos danzando al ritmo de tantos deportes-, se convirtió en un triste hospital de campaña.

Tuvimos que decorar los vacíos mentales, excarcelar corazones y desatar la pasión contenida. Así fue que nació un fenómeno casi de fantasía pero nada extraño para Gimnasia, casi que hasta parece familiar. Nos percibimos todos los días, y con este sentimiento tan profundo -y hasta desgarrador por estos tiempos-, este 26 de abril nuestras almas viajarán a 60 y 118 a celebrar un nuevo año de vida de nuestro mayor logro: nuestro hogar. Donde nuestra vida es auténtica como la del “Dasein” de la filosofía heideggeriana: un ser impenetrable en nuestro sitio.

Hoy volveremos de manera “virtual” (como se usa ahora) a nuestro Ser existencial, arrojado al mundo. El Ser que se angustia, que llora, que ríe. Ese Ser para la muerte, el Ser para la vida. Todos juntos, todas juntas estaremos con vos, volviendo a ser.

Sabés, querido estadio del Bosque, te elegimos por sobre todas las cosas. Sos hoy nuestro final de cuarentena.

Feliz cumpleaños, Juan Carmelo. ¡Nos volveremos a ver!

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