A Maradona no lo quería. Al menos eso decía. De púber, confrontar con el común de las opiniones era mi hobby, ahora también. Pero antes…
Yo no lo quería porque planteaba la dicotomía futbolista – persona como si yo tuviera la autoridad moral para valorar la existencia de otra persona, de un igual. Por este motivo tampoco hago juicio de valor sobre los que sí lo hacen.
Cientos de discusiones con mi vieja y mi abuela, maradonianas hasta la médula. No comprendían cómo yo no comprendía. Sin embargo, ellas nunca supieron que cuando me iba a mi pieza dando un portazo me quedaba leyendo de fútbol, pero de su fútbol. Del de Dios. Construyendo poco a poco una bitácora mental que arrancaba en el 78 cuando salió goleador vistiendo la del Bicho en el Campeonato Metropolitano.
Pensé que nunca iba a ceder en mi capricho, pero a Diego se le ocurrió aparecer por el Lobo. ¡En el Lobo! En mi Lobo, ese que moviliza todos mis sentidos, que maneja como un descarado mis estados de ánimo, que le calienta tres pitos si tuve un mal día, siempre está ahí para levantarme o para pisotearme revolcada en el suelo. Ese Lobo, lleno de personas como yo, sanguíneas, sensibles a todo.
Hoy volví a llorar de tristeza y recordé cuando había sido la última vez: el 31 de agosto, volviendo de La Paternal con un uno a cero abajo y un técnico saliente después de un arranque de torneo para el olvido. En el medio: Diego Maradona.
Ese Maradona al que yo “no quería” hizo que la ilusión y la alegría empezaran a salir de sus nidos, que cuando apareció por la manga del Lobo en el Bosque, chueco y luciendo un escudo de Gimnasia en su buzo azul y blanco hizo que me sintiera cien por ciento plena. En la gloria. Tenía tantas ganas de gritar muchas cosas que las palabras no me entraban en la boca y se colaban como por un embudo, expulsando finalmente, de a poco, un balbuceo confuso. Así como cuando se atascan lágrimas en la barriga. Eso. Cataratas de lágrimas porque por esa manga salían con Diego, mi abuela y mi vieja. Y yo estaba loca de amor sintiendo por ellas, viajando a sus pensamientos extasiados. Ellas estaban felices como nunca.
Ellas y todos los triperos que volvimos a sentirnos espléndidos, llenos de brillos de regocijo y placer. Al amor de los triperos se sumaron cientos, miles, ¿qué digo? Millones de corazones pujando por lo mismo. Tanto que aquel amor que parecía no ser correspondido despertó y se derramó por todo el país. Porque había suficiente para todos y todas. Fueron muchos años de felicidad guardada y de más angustias que alegrías, de más preocupación que disfrute. De bienestar esperando resurgir en el momento menos pensado.
Hasta los periodistas de traje y zapatillas vinieron a La Plata. Aquellos que se cansaron de bastardear al Club lo miraban con cariño. Ni hablar de los que, aún lejos de las diagonales, simpatizaban con el azul y blanco. Fue una revolución popular.
Pero así como llegó, se fue. De un sopetón. No lo esperábamos, no lo deseábamos, no lo queríamos. ¡No! Y así fue cómo volví a sentir un dolor profundo en el pecho. Porque a ver, todo amor duele cuando se empieza a palpitar que del otro lado la intensidad va en picada. Pero acá fue distinto, Diego nos dijo hace pocos días que nos quería y no nos iba a dejar, ¿qué querés que haga?
Me quedé con ganas de mucho. Cómo todos. De conversar con él, de abrazarlo, de firmar una camiseta para mi vieja. Un saludo para mi abuela. Nada que implicara más de 5 minutos. Pero se hizo imposible, barricadas contra nuestros sentimientos. Barrotes y murallas rodea nado al astro del fútbol, ídolo de multitudes, que estaba ahí, a pocos metros de distancia. Desde lo profesional me quede con ganas de solo UNA pregunta en conferencia que creí merecida por estar horas en la puerta de Estancia Chica. Pensé que era el momento de una retribución, como muchos periodistas que laburamos el día a día (literal) a pulmón y que de golpe nos vimos invadidos por gente extraña pero conocida. Esa que sale en la tele. Y empezamos a ver como ellos se llevaron créditos y reconocimientos, pero sobre todo, mimos del Diez. Y no es nada contra ellos, no. Pero no fue un trato justo.
Y puteé. En serio. Me la agarré con todo el mundo. Pero no con él. No con Maradona. No es el responsable. No puedo. Y no estoy en condiciones para dar argumentos.
Con profundo dolor y los ojos húmedos por tener la certeza de estar presenciando una debacle sin precedentes en mi amado club, me pregunté: ¿A qué hora vamos el domingo con Arsenal? Como si nada hubiera pasado, como si las elecciones no fueran el próximo sábado. Descreída, desganada y triste, pero con ganas de seguir.
Esto es así, y todos lo que estén leyendo saben a la perfección que de eso se trata. Un vaivén de emociones, broncas, enojos, tristezas y alegrías. Pero jamás claudicar.
Con lo que me quedo
Así como abracé a mi familia aquella tarde de invierno de 2009 en el Bosque, después del tercero de Niell, tropezándonos entre tablones y cayendo en manada pero entrelazados en una avalancha de éxtasis, así renové el abrazo diez años después. Porque pese a las distancias, la sensación es la misma: esperanza.
Agarré a mi viejita y exorbitada le dije: “¡Viene Maradona!” En un principio no me entendió muy bien. “¡En serio, vieja, Maradona viene al Lobo!”, grité con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta del tamaño de una pelota de fútbol.
Abrió los ojos bien grandes como para sumar sentidos a la escucha. “¿Qué?”
“¡MARADONA ES EL TÉCNICO DE GIMNASIA!”, grité con todas mis fuerzas. Y aun así, mi abuela no me creyó, pese a torcer la boquita –cómplice- hacia un costado.
Le tomé la mano, la miré fijamente y afirmé: “En serio, Diego está con nosotros”. Me creyó. Abrió la boca como para gritar un gol y de inmediato su mirada celeste sonrió, vidriosa. Levantó el puño izquierdo y lo movió de un lado a otro, rápido. Y lo bajó, cerrado, atesorando un pedacito de felicidad.
Créanme. Ese gesto está tatuado en mi corazón. Y si Maradona no sólo eligió a nuestro querido Lobo para volver al fútbol argentino, sino que emocionó hasta las lágrimas a nuestros viejos, a nuestros seres queridos, y tendió lazos entre el pueblo tripero que pese a los personalismos, egos e intereses políticos que se manifestaron en escena en los últimos días, ¿cómo lo voy a insultar? No sería justo.
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