Si googleás “Dios pide perdón”, vas a encontrar la acción inversa. Si hurgás un poco más, vas a dar con algún manifiesto ateo, o de las minorías, o feminista, hasta vegano, que -irónicamente- ponen en voz del Dios cristiano todopoderoso un pedido de disculpas por haberlos excluido de sus sagradas escrituras.
Yo llegué del Bosque y busqué en internet. En mi cabeza formateada y moldeada por quince años de educación católica no había lugar para semejante situación: Dios no pide perdón. ¿O sí? ¿Nunca entendí nada?
Pero si a mí me obligaron casi toda mi infancia a golpearme el pecho con fuerza para echarme la culpa de algo de lo que no estaba al tanto. Además el Jardín del Edén quedó siempre lejos de mi querido barrio Monasterio, y tampoco recuerdo (y mucho menos a los ocho años) “haberos ofendido” como para afirmar que “antes querría haber muerto”.
No encontré nada en contra de mi formación. Es que el perdón lo pedimos nosotros. Dicen. Desde que nacemos nos hicieron disculparnos por llevar en la mochila un supuesto pecado de otros dos. Mi cabecita le fue funcional al sistema toda su vida. (Sí, ya lo sé, mucho por revisar ahí).
Me prendí un pucho y me acordé que adentro de casa hace mucho no se fuma, y salí. Con más bronca. Me detuve mirando a mi perra correr una pelota inexistente. ¡Qué ganas de llorar! Cuánta impotencia, y qué poca claridad para entender.
Hace tres fechas D10S bajó al Bosque. Hace tres fechas nos vamos tristes, y hasta un poco más que siempre, por tenerlo ahí, sentado en el banco y no poder festejar con él un triunfo. Sería la gloria absoluta. El Dios que con total seguridad repetimos cada año que nos bajó el pulgar de entrada, está con nosotros y nada de lo que hagamos parece ser suficiente.
Romero, Olmos, El Retiro, San Carlos, Gambier, Los Hornos, Cementerio, Altos de San Lorenzo, Monasterio, Villa Elvira, El Mondongo. Todos esos barrios, sólo por nombrar algunos, movilizaron por toda la ciudad la tarde de ayer. Como si se tratara de una final en la que tenés todas las de ganar, ahí estaban con el corazón hecho harapos pero con la sangre bien caliente, acompañando al equipo y a Dios. Humo, bombas de estruendo, bocinas y color. Una verdadera fiesta tripera.
Ya está, nos dijimos muchos. Si no ganamos con esto… y no ganamos. No. Y llenamos la tribuna y dimos un caluroso y colorido recibimiento, y saltamos y cantamos todo el partido. Pero las cosas no salieron. No ganamos. La tercera con Maradona en el banco. Muchas más si contamos para atrás.
Entre eucaliptus, en el Juan Carmelo, pensé: “pobre Diego”. Lamentándome tener al más grande del fútbol mundial y no poder disfrutarlo al cien por ciento. De abrazarnos como en cada encuentro, pero con la alegría de la victoria. Empecé a pensar de nuevo que existe otra fuerza más grande que nos impide llegar a destino. Siempre es más fácil expulsar culpas. Entonces empecé a dudar del carácter divino de Maradona. O más bien, de su jerarquía divina. Quizá hay alguien más que a él también, como a nosotros, le está haciendo cumplir condena por algo que otro más hizo tan lejos como en el Edén. Qué se yo.
También tuve vergüenza. Pero por lo que se hacía adentro del campo de juego. Lógico. No me pregunten más, sentí vergüenza. Quizá la sobre exposición no es lo nuestro. Déjennos siempre con nuestros problemas puertas adentro, pero ya es tarde.
Tuve tristeza por mi vieja y mi tío que minutos antes los vi llegar entusiasmados a la cancha, con unas bandera que ellos mismos pintaron, enrolladas en sus cuellos como cábala. Tuve tristeza porque a los 44 del segundo tiempo, los hinchas se insultaron con autoridades del club (mutuo) y el éxtasis de felicidad previo se extinguió en ese preciso momento.
Terminó el partido, D10S se acercó a nosotros y, fiel a su estilo, rompió las reglas divinas y nos pidió perdón. Juntó las manos frente a su cabeza, cobijada por una gorra del comandante Che Guevara, y nos miró con brillo en los ojos. Sincero. Humilde. ¡Nos pidió disculpas! Fue ahí cuando se me descompaginaron los pensamientos.
Maradona nos pidió perdón por algo que no hizo. Y me sentí más identificada que antes. Uno siente la necesidad de decirle que no, que él no es el culpable de esta realidad. Que no se haga cargo, pero cómo. Yo por lo menos, a pesar de haber comenzado a deconstruirme religiosamente, me sé el Pésame de pú a pá. ¿Quién se va a atrever a decirle al mejor jugador del fútbol tan amado, que está equivocado?
Nadie. Sólo resta aceptar sus disculpas y en todo caso, como símbolo de la pelota, podemos imaginar que lo hace en nombre de todo el establishment del fútbol argentino por tantos años de malos tratos, manoseos, perversión, corruptela, depravación contra nuestra querida y madura institución. Yo hice eso. Creí yo lo que quise, pero no lo que estaba viendo.
Porque no nos debe nada, y porque Dios no pide perdón, y mucho menos cuando no tiene motivos.
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