No quería ser la número uno

PH: Sofía Miranda

Encontrar a una mujer en un cuerpo técnico de fútbol es más difícil que pellizcar un vidrio, sin embargo sí que las hay y Gimnasia tiene el placer de contar con una. Verónica Fuster llega al banco de suplentes de la práctica femenina encadenando una serie de vivencias que la hicieron encontrar su verdadera pasión. Buena suerte y más que suerte: esfuerzo y convicción.

La foto

La última vez que estuvo cerca de Maradona no fue aquella tarde de invierno en Bolívar, cuando sentada en cuclillas sobre su pelota Tango observó con total admiración, a sus cortos seis años, el gol legendario más famoso de la historia de los mundiales.

Cuando frente al televisor de tubo, su cabellera rubia, pura y dorada se sacudió al compás con el que el “de Villa Fiorito” hizo bailar a los ingleses en México. Cuando de manera armónica su melena se confundió con la fascinación por el astro del fútbol. Cuando el festejo de sus padres y el espíritu de aquel combinado masculino se marcaron a fuego en su memoria.

Cientos. Miles. Muchísimos estudios alrededor del globo analizaron el por qué se recuerdan sólo algunos momentos de la infancia. Desde la Universidad de Cambridge hasta la de “Berazachusetts” coinciden en que las remembranzas existen porque los momentos que las originaron resultaron trascendentes para cada persona. Por eso los recuerdos quedan ahí, estampados, indelebles, y como punta de lanza.

La última vez que vio a Maradona fue treinta años después de aquel mundial, portando -con total determinación y osadía- los guantes de arquera, con unos cuantos partidos consecutivos como custodio el arco de Villa San Carlos en su haber, y con el sueño de ser delantera de fútbol devenido en pasión por los tres palos. Eso sí, cuando vio al Diego llegar al barrio San Emilio para acompañar a su por entonces compañera al Club Luján, no lo dudó.

De inmediato experimentó una analepsis de cuento al estilo Robert Graves pero fantástica, y se situó en territorio bolivarense, a más de 350 kilómetros de su nueva vida. Se reencontró con aquella pasión que enarboló la bandera argentina en el Estadio Azteca, con la garra y el compromiso por sobre el buen fútbol. Un juego despojado de motivaciones económicas, o al menos durante esos noventa minutos. Al ver a Maradona se reencontró con ella misma.

“Mis compañeras eran más jóvenes y no sintieron la presencia como yo”, cuenta entusiasmada, al despejar su rostro de cabellos ahora cobrizos. Pese a la vergüenza, caminó como si no hubiera un mañana hacia aquel señor portador de una zurda de museo y de un camperón azul oscuro con el escudo de Boca.

Acompañada sólo por sus recuerdos, se acercó algunos metros. Se agachó frente a Diego y su séquito. Sacó la Tango del bolso y se sentó sobre ella. Ahora sí estaba lista. Pero tuvo que esperar su turno. Hoddle, Reid, Sansom, Butcher, Fenwick y por último, su colega, Shilton.

—Diego, ¿te sacás una foto con nosotras?

—Por supuesto.

Que la pelota no se manche

Verónica Fuster es una fanática y apasionada por el fútbol, y desde que le regalaron su primera pelota, se preparó para poder formar el cuerpo técnico de fútbol femenino de Gimnasia y Esgrima La Plata.

Entrena a las arqueras titulares del flamante plantel campeón del torneo de la segunda división de AFA. Una consagración que conoció años atrás pero del otro lado de la línea. Sensaciones similares, pero distintas. “Cuando sos jugadora los nervios te invaden al entrar a la cancha y se te pasan, como entrenadora a medida que pasan los minutos la ansiedad va en aumento”, detalla.

Exigente, dedicada, disciplinada y comprometida. Así la describen quienes la conocen y ella lo confirma, orgullosa. Es que conoce a la perfección las mañas el puesto de arquera, las dificultades, debilidades y vicios. Toda su experiencia la derrama sobre Ana Rolón y Julieta Blanco, que comparten guantes pero no caminan por la misma etapa. El desafío fue amalgamarlas para que lograran la valla menos vencida.

El 26 de mayo fue el día de la consagración. Cuando Salomé Diorio pitó el final del encuentro en el que las triperas superaron por 3 a 2 a Banfield en su predio, Verónica salió disparada del banco y se encaminaba directo a abrazar a las jugadoras que regaban el verde césped en Luis Guillón de lágrimas de victoria, cuando se encontró con sus compañeros.

Frenó y se estrechó en un abrazo infinito con el resto del cuerpo técnico. “Mi lugar para celebrar era con ellos, pero mi inconsciente me situó como futbolista también”, relata meses después, cuando todavía no asimila lo logrado, cuando sabe que falta mucho por conseguir, cuando teme perder el espíritu de lucha y el juego por amor al juego.

“La semi-profesionalización del fútbol femenino va a traer muchos cambios para bien y otros por ahí no tanto, depende del grupo de trabajo el seguir fomentando un equipo y no solo la individualidad de la cuestión económica”, explica.

Jugar por amor al fútbol y no a los billetes, es lo que pregona desde siempre. En sus casi cuatro décadas de vida luchó para no caer en lo que la desilusionó profundamente de la práctica masculina: los negocios degenerantes en torno al deporte.

La mano de Dios

Arquera se hace. Nadie quiere ser arquera. Por hache o por bé. Es difícil mirar a lo lejos como tu equipo avanza o retrocede en conjunto, distante. ¿Quién quiere rasparse o convivir con la presión del error? A lo mejor alguien de personalidad más fuerte e independiente dirá que no calienta estar apartado la mayor parte del tiempo de juego, sino que el post partido es lo peor. Claro, “nadie recuerda que sacaste 80 pelotas pero se van a acordar de la que entró”.

Ser arquera duele y no cualquiera está preparado para semejante batalla. Solitaria, con una responsabilidad suprema en el resultado final, y con la madurez suficiente para bancarse la que venga.

Por todo eso, Verónica no quería ser la número uno. Muchas de quienes hoy se calzan los guantes no deseaban hacerlo y llegaron por casualidad, accidente o descarte. Verónica no quería pero fue. “Jamás me imaginé que iba a terminar atajando, yo quería jugar y meter goles, no evitarlos”.

Pero en una clase de educación física el de arriba metió la mano para que malograra un lanzamiento de hándbol. Verónica se recluyó bajo los tres palos, para pasar el rato y evitar el ridículo. Fue entonces cuando comenzó el romance (todavía disfrazado de desafío) que persistió algunos meses más cuando la invitaron a atajar en un fútbol siete. “Me gané el titulo de arquera y de ahí no se vuelve”.

Hoy ya es una arquera consolidada con una carrera nutrida de partidos oficiales y no tanto, participó de ligas menores como la de Chascomús, y la nacional en su primer año vistiendo la camiseta de Canal Oeste de Berisso, enfrentando a la UBA, a las pioneras de la UAI Urquiza, entre otros. Jugó en Alumni, en Cambaceres cuando asomó la disciplina. Toda la experiencia, que comenzó a acumular en la última década, la define como “muy precaria” y siempre con ganas de desembarcar en algo más formal.

Ya asentada en la ciudad de La Plata estudió el profesorado de Educación Física, hizo el couching de rugby y el de vóley para potenciar sus cualidades en diferentes trabajos, hasta que frenó y entendió que debía jugarse todo por el todo y apuntar a su verdadero anhelo. “Me anoté en la escuela de Directores Técnicos, obviamente era la única mujer de la cursada, y la quinta que lo hizo en esa escuela. Hice los dos años, y después me llamaron para jugar al futbol”, cuenta.

Cuando la convocaron de Villa San Carlos tenía casi 34 años y custodió  la valla más de setenta partidos consecutivos, lo que equivale a cuatro torneos. Sin parar. Tuvo el placer de vivir el crecimiento de la disciplina en la Villa, de jugar en el debut del torneo de primera B de AFA, salir campeona, y lograr el ascenso.

Les aviso que voy a llorar

El 24 de mayo será recordado por todos los triperos y todas las triperas como una fecha histórica. Por la boca del Lobo salieron ellas, las que abrieron la puerta de la esperanza a todas las mujeres, las que pisaron el césped del Juan Carmelo Zerillo no para sacarse fotos para el álbum de sus 15 o para sentarse en el banco de suplentes de manera clandestina, sino para disputar un partido de fútbol. Ya no hay dudas: el glorioso escenario de 60 y 118 no es más exclusividad de los hombres. Ni las tribunas, ni las cabinas, y ahora tampoco el campo de juego.

Por la manga salieron las futbolistas que dieron curso al proyecto de su DT Mauro Córdoba. Proyecto que Verónica aceptó de inmediato. Casualmente Gimnasia recibió al Taladro con quien fechas después se consagraría, pero localía inversa. La tribuna de la avenida 60 y la platea techada se colmaron y ofrecieron un marco fabuloso para la retina de los presentes. Azul y Blanco por doquier. Familia y mujeres, muchas mujeres, presenciando lo que significó un logro verdaderamente colectivo. En la postal de la René Favaloro ya no predominan los canotiers porque hace tiempo se lanzaron por los aires del Bosque. De la Argentina toda.

Junto a las futbolistas, el cuerpo técnico. En él, la entrenadora de arqueras. Ella. Verónica Fuster. Con su larga y abultada cabellera que se sacude al ritmo de su andar, con movimientos que respetan a la perfección aquellos del enganche del ´86, ahí va ella, firme, segura y convencida. Es justo en ese lugar en el que quiere estar.

“Les aviso que voy a llorar”, advirtió a sus compañeros antes del partido que culminaría en triunfo por dos a cero en la séptima fecha de la fase Campeonato.

Vero lloró. Lloró porque la mente dice cosas. Porque rebobinó su carrera y recordó las condiciones precarias con las que tuvo que luchar para poder jugar a la pelota. Lloró al recordar la infinidad de torneos que organizó: para hombres y mujeres, chicos y grandes, torneos largos y cortos, de fútbol siete, once, playa y futsal. Se emocionó porque el club más antiguo de Latinoamérica abrió las puertas sólo para un partido entre mujeres.

Se emocionó porque cada vez son más las pibas que arrancan de chiquitas a mover un fútbol, (como ella) y ruega porque cada vez sean más las mujeres que integren cuerpos técnicos de equipos de fútbol femenino (como ella). Sí, pero masculinos también.

Fiel a su estilo, Verónica cumplió con su palabra y derramó cientos de lágrimas que nutrieron el Bosque de fiereza. Pero cuando terminó el partido y todo el cuerpo técnico corrió al centro de la cancha, ella no estaba.

“Fue como un cuento”, dice desde los jardines del Bosque unos meses después observando, a lo lejos, el arco que da a la tribuna Centenario.

Es que en medio del barullo tripero, se miró las manos y los pies. Guantes y botines. Se masajeó bruscamente la cabeza que ahora lucía un prolijo recogido, y una amplia vincha negra para evitar que los pelos rebeldes se posen sobre su cara y dificulten la resolución de alguna situación de peligro. Ella estaba ahí, como custodio del arco. En medio de una soledad suprema, esa que dicen, sólo soportan  y aprovechan los hijos únicos y, por supuesto, los apasionados por el puesto.

Frente a ella, el mismísimo Maradona, vistiendo aquella casaca improvisada del ´86 con el escudo antiguo y número de fútbol americano, y elevándose con la mano en alto. Fuster anticipó y con los puños envió la pelota al lateral torciendo el rumbo de la historia y diciéndole ¡hasta pronto! a su ídolo, su motor. Ahora es el turno de las pibas y será Diego y muchos otros quienes deban sentarse en cuclillas sobre la pelota del último mundial frente a un Smart TV para mirar la conquista femenina.

 

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