Yo quise jugar al fútbol. Me hubiera encantado mandarme una diagonal, bajarla y definir de zurda. Cruzada y al ángulo. De esas que son imposibles de atajar. Pero no pude. Si pudiera nacer de nuevo, intentaría tocarla de rabona, meterle una gambeta al rival o a lo mejor, por qué no, pintarle la cara con un lindo caño.
Me hubiera encantado salir de la cancha chivada, con los pelos mojados pegados a la piel salada y húmeda también, con aliento fuerte y la camiseta descosida. Lindo hubiera sido tener que salir rota en camilla. Qué se yo, algo menos exigente.
Yo quise. No pude. Y no porque me lo hayan prohibido. O al menos no directamente. Los pibes y las pibas venimos al mundo en blanco y adquirimos los que nos enseñan. Harto conocido. Por eso estoy escribiendo en este idioma y no en árabe, barí o chino mandarín.
Nunca me regalaron una pelota. Ni de gajos de cuero cosidos, ni de plástico y tampoco de goma inflable. Ni siquiera una de tenis que pudiera golpear contra la reja esa que tanto me hicieron custodiar en reducidos de primos y amigos que no querían ser arqueros.
A veces ponían una silla en el arco y yo miraba de afuera. Pero cuando me tocaba… ¡la puta que lo disfrutaba! Me cagaban a pelotazos, creo que más que a la silla de roble de la abuela. Yo no era tan cara.
A los seis llegó mi hermano varón y fue la chance más clara que tuve. Mi casa se convirtió en pocos meses en un galpón de utilería de fútbol. Patée, intenté hacer jueguitos, me acuerdo que la empujaba -con toda la potencia que mis cortos años me permitieron- contra mi compañero-pared para poder recibir un pase y embocarla al fondo de la puerta de madera del comedor. Un día la intenté colgar por encima de la lámpara y terminé estallando el reloj de vidrio antiguo que mis abuelos conservaban desde su casamiento. Escondí los pedazos debajo de la cama por meses para que el momento de la cagada a pedos fuera más tolerable. Fue, sin dudas, lo más emocionante que experimenté como jugadora de fútbol.
Crecí entre muñecas Barbies de cabellera larga y rubia, con maquillaje fabuloso, cintura envidiable y piernas más largas de lo habitual. Intenté armarle la casa (no se podía hacer mucho más), desde los diminutos vasos de plástico hasta el auto que manejaba Ken, el novio hombre, claro. Ken era un cheto bárbaro y no jugaba al fútbol. Tenía el pelo pintado emulando la gomina. Usaba chombas claritas, bermudas y zapatos.
También tenía acumulados decenas de juegos de cocina y de té. Bebes, mamaderas y chupetes de juguete.
Pero mi hermano también creció y le compraron la Play Station. La uno y después la dos. El último video juego que yo había tenido era el Family Game, y el Soccer ya me había cansado. Al menos cuando vi los gráficos de la nueva consola entendí que se había cerrado un ciclo. Madrugadas enteras diseñando un equipo para ganar. Con certeza, hoy juego mejor al fútbol con las manos que con los pies. Práctica.
Quise jugar al fútbol. No lo logré pero sí pude verlo, disfrutarlo y amarlo. Pude experimentar sensaciones fabulosamente emotivas junto al primer equipo masculino de fútbol y mi familia. Podría estar horas contando los recuerdos que tengo en la cabecera del Bosque, en Córdoba, en Santa Fe, en Entre Ríos, en muchísimos estadios, por suerte. Las ganas de llorar y reír que emergen cuando el Lobo sale por la manga, la admiración que llegué a tener por todos y cada uno de los que salían de las canchas tres y cuatro post entrenamiento en los años noventa, y miles de cosas más.
Cuando digo todos y cada uno es todos y cada uno. A lo mejor esa carga sentimental estaba también integrada por aquellas ganas frustradas de ser futbolista, pero prefiero dejar de lado aquella cantinela y solo concluir que quien viste y defiende la camiseta más gloriosa de todas merece admiración y respeto.
En realidad, preferí dejar de lado la cantinela del machismo en el fútbol porque aprendí que así más no sea con la pelota en la mente, igual hay que dar pelea. Con un poquito más de tres décadas puedo decir que el fútbol me atraviesa de punta a punta, pero que sola no puedo. Esta experiencia es compartida por infinidad de mujeres en todo el mundo. Pero acá, cerquita, en el Bosque de mi ciudad se cumplieron muchos sueños.
Sentada en la platea techada, esa que costó doscientos pesos y que van directo a robustecer a la disciplina, disfruté del fútbol femenino como si yo misma estuviera pateando. Transpiré, me agité y me revolqué en el verde césped cuando terminó el encuentro.
Por eso, cuando Lali Esquivel sacó el antifaz del pantalón y salió corriendo enmascarada con Flor Sánchez a caballito a festejar el quinto gol en la victoria por ocho contra All Boys, entendí todo. Somos testigos de un acontecimiento histórico. Casi veinte años después de aquel 3 a 2 sobre la hora ante el clásico rival que dio comienzo a la leyenda que acompañaría al Colo Sava en el Fulham de Inglaterra, una mina lo hizo resurgir.
Lo que se convertirá en una anécdota memorable es la síntesis de todo el proceso. Los espacios se ocupan y eso de que ya están ocupados, pasó a ser relativo.
Hoy, tercer día del mes de junio del 2019, Gimnasia y Esgrima La Plata cumple 132 años, y quizá sea una de los aniversarios más recordados. Porque hace menos de un año, el fútbol femenino volvía al club con más fuerza que nunca. Es cierto que muchos miramos con desconfianza el regreso de la disciplina que ya había hecho de las suyas a finales de los noventa y principios de los 2000.
Sí, desconfiamos e hicimos propias las críticas ajenas cuando -de manera insólita- en la presentación no había ni una sola mina. Y claro, iba a ser más de lo mismo. “Hoy el feminismo está de moda, esto garpa”, estoy segura que es una frase que todos los que están leyendo tuvieron la oportunidad de oír, leer e incluso decir. Por eso, al suceso lo mirábamos con recelo.
Un recelo que no duró mucho. Comenzaron las pruebas, los amistosos y encuentros oficiales. Las pibas vistieron la Azul y Blanca con un compromiso que de solo contarlo emociona. Ese compromiso que desde que jugaba a las Barbies recuerdo que el hincha le pide al futbolista varón. Las pibas ya tienen una estrella y nos regalaron un hermoso campeonato.
Sin dudas no es un aniversario más. Hoy celebramos la madurez del club social más antiguo de Latinoamérica, la madurez necesaria y coherente con los tiempos que vivimos, y las transformaciones sociales que el movimiento femenino motoriza y no cesa hasta encontrar la igualdad. Vamos por buen camino y Gimnasia acompaña, de la mano.
Levantemos bien alto nuestras banderas, porque el Lobo cumple un año más. Un año distinto a todos.
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