A mí me lo enseñó mi vieja.
Al Bosque digo. Ella me lo mostró y me lo ofreció. Sí, una mina, hace treinta años llevaba la pasión más impoluta dentro de su corazón latiente y robusto.
Lo recuerdo como si fuera hoy porque, a decir verdad, a mis cuatro años no había nada que deseara más y con tanta fuerza que terminar de comer con mis abuelos y salir por la puerta de su casa calzando una camiseta Adidas con la publicidad de Pegamax en el pecho, un “piluso” mugriento y deshilachado, y olor a tuco.
En aquella época el cuerpo no me pedía siesta, ni mi cabeza estaba (pre)ocupada por resolver casi algorítmicamente cómo elevar mi poder adquisitivo, y mucho menos cómo hacer malabares para devolver lo que debo. Más bien tenía otras cosas que me carcomían el cerebro: cómo enfrentarme a la señorita de la sala amarilla del jardín para hacerle entender que ni era una lechuza que hace “shh”, ni tenía ganas de ver una “estrellita titilar”.
Para mi pequeña existencia era demasiado. Pero se había sumado la necesidad casi caprichosa de acompañar a mi mamá y a sus hermanos a ese lugar mágico. Sin dudas lo era. Días antes, en casa, se vivía un clima diferente, porque doy fe: un halo de energía nos cobijaba y se convertía en uno más de la familia.
¿Cómo no querer ir con ellos sea donde fuese? Y llegó mi turno. Me tocó. Me acuerdo que me pusieron una camiseta que no se parecía mucho a la de los demás. Era brillosa y predominaba el azul. Igual me gustaba mucho. Me gusta.
Nos subimos como cuatro al Citroen 3cv venido a menos (pero un fierrazo), y salimos. Llegamos. El Bosque parecía esperarnos. Los eucaliptos de la avenida Centenario parecían abrir su copa para recibirme, y yo me imaginaba hundida en su esponjoso follaje.
A pasos cortitos y apurados intentaba seguir el ritmo de mis tíos, pero fue difícil. Se perdieron entre tanto tumulto de cientos, miles, de personas vestidas iguales. Presioné más fuerte que nunca, como siempre, la mano de mi mamá.
Solas atravesamos la puerta de los jardines y conocí el lugar más maravilloso del mundo. El Juan Carmelo Zerillo. Aquel día el Lobo empató con Mandiyú 3 a 3 por la segunda fecha del torneo Clausura 1991/1992. Los tres fueron de Guerra. Dirigía Gregorio Pérez y me aprendí la formación de memoria, algo que nunca más logre en la vida.
Cristante; Sanguinetti, San Esteban, Ortíz, Dopazo; Miranda, Bianco, Giustozzi, Odriozola; Guerra, Castro.
Pero además, ese césped –me contó mi vieja- lo habían pisado Maradona y Pelé. El Diego en el 82, en la previa del Mundial de España, cuando los elegidos por Menotti se enfrentaron entre sí en un partido amistoso; el brasilero, para el Santos enfrentó al Lobo del 62 en un encuentro amistoso también por el aniversario número 75 del club.
Desde aquel día no faltamos ni a un solo partido. Las pastas de los domingos fueron mermando, las cualidades culinarias de mis abuelos también. Pero cada vez que subo por la tribuna del Bosque, siento el mismo olor a estofado filtrándose por las hendijas que se abren entre tablones. Casi treinta años después.
Son sabores, olores y sensaciones que repito, deseo y añoro. Sentir la brisa albiazul que se encierra entre 60 y 118 es quizá mi tesoro más preciado. Cuando suena el silbato del árbitro de turno, siento la mano de mi vieja apretar fuerte la mía, y el abrazo de mi abuelo.
Es que no reniego de mi ascendencia tripera masculina. Mi abuelo, el que me esperaba en la puerta de casa siempre, sin excepción, para enroscar mi cuerpo en sus brazos grandotes después de cada partido, sólo porque quería contagiarse de Bosque, me formó.
Me enseñó de wings, centro forwards y stoppers. No lo aprendí. Pero me enloquecía escuchar sus conocimientos, horas y horas mirando cualquier liga y categoría. Él quería que yo supiera de fútbol, porque decía (y dice, por suerte) que era como la política: a todos nos atraviesa y no se puede ignorar el tema, porque si no te toman por boludos. ¡Qué sé yo!
Me contó del Lobo del 62 y las caravanas en tren para acompañar a Minoian; Galeano, Marinovich; Davoine, Daniel Bayo, Lejona; el Loco Ciaccia, Prado, el Tanque Rojas, Diego Bayo y Huaqui Gómez Sánchez. Se la sabía de memoria 40 años después. 50. Todavía.
Con bronca recuerda el robo del 33. “Es que no lo dejaron salir campeón”, repite cuando alguien saca el tema (siempre suele ser él mismo). En el 2007, juntos leímos unas declaraciones de Pancho Varallo. “Era un gran equipo y debió haber salido campeón, pero usted sabe que a Boca y a River los ayudaban mucho, yo venía de Gimnasia y me daba cuenta. A veces uno no quiere hablar, fue una gran pena todo aquello”, dijo el nacido en Los Hornos, socio de Curell en el equipo campeón del 29.
Hoy el Bosque cumple 95 años. El lugar donde mi vieja me dijo que siempre encontraría felicidad y el que me regaló abrazos de mi abuelo. ¿Cómo no amarlo profundamente?
Cómo yo, tantos otros. Y por eso estoy completa. Al saber que el ser gimnasista como un todo crece a pasos agigantados. Que cada conmemoración tripera, como la de este 26 de abril de 2019, nos convoque para reunir recuerdos y vínculos. Para renacer y fortalecer sentimientos. Para entender el por qué somos esto y no otra cosa.
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