“Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo,
incluso a morir”, Eva Duarte.
La muerte es dulce.
No todas. Dicen que morirse por inhalación de humo es un proceso rápido y para nada angustiante. Por eso es dulce. Dulce con comillas, obvio.
Cuando Pocha escuchó a Alma Azul decir que había fuego en la pieza de su mamá, no le creyó. Tiene unos setenta y tantos, conoce las mañas de su nieta de apenas 4. De muchos nietos. Pero era probable que quisiera llamar la atención para que le diera el paquete de galletitas surtidas, le alcanzara los patitos recién nacidos o la acompañara a buscar a Tito, su primo y compañero de juego. No le dio bolilla. Alma se acostó.
Las nueve de la noche. Las dos acostadas en la cama mirando la televisión. La curiosidad de Alma acompañó a su insolencia y juntas se arrojaron de la cama.
—¡Titi, hay fuego en la pieza de mamá!
—Bueno, vení Alma.
—¡TITÍ, HAY FUEGO!
Pocha caminó tambaleándose entre las perras y Tripero, el macho. La medicación la tumba, dice. Levantarse cuando ya la tomó es como alzar un cuerpo muerto. La nena gritaba de miedo. Pocha avanzaba lo más rápido posible. Tos, irritación ocular, picazón en la nariz, confusión.
Una columna de fuego se erigía en la habitación de enfrente e iluminaba todo el comedor recién pintado de blanco. Estaban solas. Juntas, de la mano, frente al incendio que subió a la losa, tomó el telgopor y explotó. Quemó la cama y el colchón. La pieza ardía. Abuela y nieta escaparon del peligro y en la puerta de la casa pidieron auxilio a gritos.
Llegaron los vecinos, después los bomberos. Los primeros apagaron el fuego, los segundos controlaron por precaución. Ellas se quedaron con lo puesto y sin documentos. Se les quemó todo.
La causa fue un cortocircuito. Por la mañana del mismo día, durante el taller de peluquería que se da en el salón de la casa de Pocha, el profesor enchufó el secador, se generó una explosión que quemó el aparato y recalentó la instalación de toda la vivienda para que a la noche ardiera.
Pocha lo cuenta sin inmutarse. Perdieron mucho. Tantas veces la mataron y resucitó que no le teme a nada.
—Soy una fusilada que vive, como decía Walsh.
Cada fusilamiento es un nuevo amanecer, el fortalecimiento de una convicción, el resurgimiento de la esperanza, la certidumbre en el camino.
***
Pocha es Susana Camiña. Vive en Altos de San Lorenzo, barrio del sureste de La Plata y que este año cumplió 25 años. Quienes lo habitan resignifican el mote que las clases altas platenses -o no tanto- le pusieron y lo levantan como bandera: son parte del conurbano platense. Sí, “el bajo”, dicen orgullosos los vecinos sanlorencenses.
Se trata de una región que puede mantener su independencia funcional del resto de la ciudad y por eso se la aguanta solo. Bueno, veces le cuesta un poco más. Si uno camina sus calles sin asfaltar, o recorre la ausencia de cordones en las que sí están pavimentadas, entiende que esa geografía irregular que trazan los caminos sin delimitar es parte del atraso de la obra pública. De lo relegado del suburbio. Lo que no se ve, para lo último.
Mientras tanto, Altos de San Lorenzo vive. Sobrevive. Vive como Pocha. Con Pocha. Se construye ladrillo a ladrillo, se levanta cual bandera victoriosa porque cuesta, y el logro que cuesta, reconforta más. Pero también se ahoga en sus zanjones de desidia. Abandonado a la buena de sus habitantes, olvidado por las autoridades. Desde 1992 que el espacio comprendido entre la avenida 13, la calle 640, la 137 y la avenida 72 es, para muchos, la resaca de la ciudad.
Según el último censo, está poblado por 30.192 habitantes. No lo dicen las estadísticas pero se experimenta con sólo mirar: ante la poca existencia de cloacas, el desborde. Ante la pobreza, el delito. Ante el delito, la famosa inseguridad. Ante la inseguridad, la seguridad. Ante la seguridad, la policía. Ante la policía, el delito. Un círculo vicioso que termina por echar culpas, como siempre, al más débil.
El más débil que se encadena a los demás y juntos resurgen con fuerza, firmeza y voluntad. Juntos hacen cultura, construyen historia. Y a Pocha la ayudaron con el incendio de su casa. Pocha los ayuda a ellos.
***
Se escuchan perros. Siempre. El sonido ensordecedor de gritos de nenes y nenas retumba entre las ramas caídas de los arboles sin podar, algunos verdes, otros marrones a pesar de la infancia primaveral. Hay olor a juventud. Jóvenes haciendo mandados, un grito de por allá atrás que recuerda la lista para el mercado. ¿Quién no se crió entre idas y venidas al almacén del barrio? Bicicletas oxidadas y heredadas vienen y van.
Hay chicharras. Los bichos del sol anuncian que se acerca el verano. La temperatura más alta, los días más largos. La gente más contenta, hasta los que dicen odiar el calor. A una cuadra se ve un tumulto de perros pululando alrededor de Pocha que está sentada en una silla de mimbre deshilachado en la puerta de su casa. Está conversando con una vecina. No es siempre la misma. No siempre es una la visita. Su casa es un desfiladero de personas cada día a toda hora.
“Lo de Pocha” es un centro integrador. Actualmente es sede del Plan de Finalización de Estudios Primarios y Secundarios (FINES) y de talleres de peluquería y panadería. Hay una biblioteca popular y a veces sirve de Unidad Básica. Pero funcionó también como centro de día para ex detenidos que se acercaban a terminar sus estudios y aprender oficios. “La madre de los presos”, le decían.
Tiene siete hijos. En el 2000, uno quedó guardado. Cada visita al penal era un puñal para Pocha. El lugar es frío y gris. Las paredes encierran oscura humedad, sueños y tristezas. De esos encuentros con la otra realidad, nació la necesidad de trabajar por los pibes sin libertad y los que ya la habían conseguido. Todavía espera por la de su hijo.
Saluda con un abrazo esponjoso. Su piel es suave y cálida como su mirada. Siempre está sonriendo. Pocha te recibe, seas quien seas, necesites lo que necesites. Te abre sus brazos como una abuela, como una madre. Tiembla. Hace tres años llegó Sir Parkinson, vino para quedarse. Trazó una línea vertical perfecta en su cuerpo y se quedó con una parte. Rigidez muscular. Temblor. Torpeza motriz.
—¡Qué ilusa! Yo estaba convencida que el sobrepeso no me dejaba caminar.
La enfermedad es jodida. La medicación más. Las dos gotitas de aceite cannábico cada noche, debajo de la lengua, la tranquilizan.
—A veces me roba la memoria.
***
Más bien la pide prestada porque los recuerdos están más vivos que nunca.
***
Son las 11 de la mañana y el relato de Pocha es un viaje sensacional y cargado de emociones. Me lleva a la Casa de la Resistencia Mariani – Teruggi. Estamos en la vereda justo frente al cartel que identifica ese Sitio de Memoria. ¿Identificar? ¿Es necesario? Sí, me dice Pocha. Hay gente que no tiene idea de lo que pasó acá. Creí que no había persona en este país que no conociera esa casa y la terrible historia que guarda todavía entre sus paredes. Yo la conocía y de todas maneras nunca había ido. Me sentí mal, debo confesarlo. ¿Soy acaso una distraída?
Rejas altas grises prolijamente pintadas, el techo tiene una protección acrílica. Hay un agujero enorme casi de un metro cuadrado (o más) que ocupa el lugar donde, seguramente, se encontraba una ventana 40 años atrás. Por él se ve el interior, y otro agujero de un tamaño apenas menor en la otra pared de la habitación, por el que se observa la habitación contigua. La profundidad del impacto de la tanqueta. Alrededor de esta enorme perforación había impactos, muchos impactos de bala. De diferentes balas.
¿Por qué me lleva ahí? ¡Cuánta ansiedad! Decime, Pocha, ¿qué hacemos acá?
Hace 15 minutos estamos en la puerta de la casa, en la calle. Todavía no sé para qué. Unas cuantas baldosas blancas dispuestas en hilera, una al lado de la otra con el nombre y la foto de todos los asesinados aquel 24 de noviembre de 1976 cuando un operativo de 500 militares, a plena luz del día, destruyó la casa y la vida de jóvenes militantes. Tristeza, impotencia y bronca. Ésta es Clara Anahí, señala Pocha. En una de las baldosas, la imagen de la bebé de tres meses la única sobreviviente. Irradia luz.
Me detuve en el portón del garaje. Gris como las rejas, pero ya no tan prolijo. Sus puertas de chapa tienen orificios por los cuales decidí espiar. Vi una citroneta oxidada con impactos de bala. Entramos.
¿Qué hacemos acá, Pocha?
No estábamos solas. Me contó lo que había sucedido en la casa. Yo sabía la historia. Seguí recorriendo el garaje con mis ojos. Todo agujereado, más que la fachada. El techo derribado a causa de la búsqueda de los milicos de algún armamento. Es que en la casa de Diana Teruggi y Daniel Mariani funcionaba la imprenta de Evita Montonera.
No puedo dejar de pensar en ellos, me dice Pocha. Yo tampoco. Los imagino entre aquellas paredes rosas, naranjas, o quizá hayan sido color salmón. No importa. Los imaginé, y los vi. Los vimos. Otra vez. Las paredes se reconstruyeron, ya no hay impactos pequeños, ni medianos, ni los enormes de tanqueta en las dos paredes. Ellos caminan apurados, siempre apurados, entran y salen de la habitación, como buscando algo.
Todo lo que vimos son recuerdos vivos que permanecen en la casa. La casa está viva porque en ella perdura la esperanza de encontrar a tantos desaparecidos.
Desde el techo de la casa se ve la Catedral. Mientras la miramos Pocha por fin larga el porqué del ese viaje por su memoria. Por la memoria del país: en los noventa, en esa misma casa, se juntó con militantes como Pérsico, Reina, Arispe, Martelli y Esteche, entre otros. Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, les había dado permiso para que limpiaran la casa.
—Fuimos los primeros en volver a la Casa de la Memoria.
Militó mucho tiempo con ese grupo, el PQR (Peronismo Que Resiste). Se convirtieron en partido, fueron a elecciones y Susana “Pocha” Camiña como candidata a Diputada Nacional. No entró nadie.
—No importó, al menos estábamos en escena.
Se fusionaron con Quebracho y los cagaron a palos. Se puso dura la cosa. Hambre, desnutrición. Carolina, una de sus hijas, era muy chiquita y se había enfermado. Era invierno cuando Pocha llegó a la madrugada a su casa. En la puerta la esperaba el marido, con la nena en brazos. En lo oscuro de la noche se acercó a la luz del hogar. Fue un cachetazo de realidad.
—Pensé que debía ser al revés: él tendría que llegar de tirar piedras y yo esperar con la nena.
Dejó de militar.
Por un tiempo corto.
***
Centro Integrador “Por un Futuro Mejor – Susana Lesgart”. Así se llama. Eso dice el cartel sobre la puerta de su casa. Alma Azul le grita a su primo Tito. Y Tito se lo devuelve. Los dos quieren jugar con los patitos. Pero ninguno quiere compartir. Sí, patos de verdad. Recién nacidos. El perro -Tripero se llama- enloquece. Barullo constante en lo de Pocha que con solo una mirada controla la situación.
—¿Por qué Susana Lesgart?
Se emociona.
—Es que Susana es mi referente, luchaba por lo mismo que yo me había acercado a la básica en los 70.
Viajamos en sus recuerdos una vez más.
Apenas tenía unos 16 años allá por los setenta cuando quiso empezar el secundario pero otras responsabilidades la llamaron. Oscuros años. Entre armas y bombas, entre luche y vuelve se creó la Unidad Básica Susana Lesgart en 22 y 82. Apenas unos días después del fusilamiento en Trelew en 1972. Lesgart pertenecía a Montoneros. Igual que su hermana, pero a diferencia de ella -quien fue desparecida durante una cena con familiares en el año 79-, fue asesinada en el penal de Rawson tras entregarse a los militares con la garantía que nada les iba a suceder. Viejo y criminal apagón.
La Básica con colores predominantemente azules y blancos, como toda insignia peronista, por la Bandera Argentina y, también –quizá– por el libro que Juan Domingo escribió en respuesta al yanqui de Braden. Cuelgan banderas y pancartas con consignas montoneras y sobre un tablón de madera, varios militantes ultiman detalles de lo que será el evento de recaudación en beneficio de la misma causa. Hay que mover y no hay guita.
Rifas. “Unidad Básica – Susana Lesgart, gánate una torta”, dicen. Y el número. Se dividen papelitos que ellos mismos escriben. Miramos desde lejos y Pocha me toma fuerte del brazo. Tambalea, se acomoda y me sonríe. Es quizá uno de los momentos más agradables que recuerda.
Nos vamos al Jardín de Infantes N°5, con cajas con folletería, rifas, el proyector y comida para los asistentes. Hay bizcochitos, leche, yerba. Y la torta, claro. De chocolate. Son sólo unos seiscientos pasos de tierra y campo. Al llegar montan todo el aparataje para la proyección de la película, la elegida para este primer evento de “la Lesgart” es Operación Masacre. El Jardín se llenó de gente.
“Estaban así, este era Carlitos. Carlos Lisazo, tenía 21 años, trabajaba en una casa de remates con su padre, militaban untos y editaban una revista”, relata Julio Troxler el libro de Rodolfo Walsh. Continúa la escena cinematográfica mostrando los cuerpos de Carranza, Garibotti, Rodríguez y Brión. Otra masacre, pero en José León Suarez.
Termina la película. Se sortea la torta. Pocha me contó que había comprado muchos números en nombre de la básica así los compañeros tenían su recompensa por el laburo. Una tortita para los mates. Se rifa y gana. “Susana Legaaaart”, grita la encargada del sorteo.
Silencio.
Pocha levanta la mano.
—Pocha, vos no sos Susana Lesgart.
Murmullos. Sorpresa. ¿Es Lesgart? ¿Es la hermana? ¿Sos la de Trelew? Comentarios, voces que resuenan cada noche en sus ensoñaciones fugaces, en sus confusiones.
—¡Pocha! —intentó despertarla de su shock— ¡Pocha! ¿Pusiste Susana Lesgart?
—Sí —dice sobresaltada-.
Ni me mira. Y camina hacia adelante a buscar su premio. ¿Su premio?
Agarra el micrófono antes que la torta: “No, yo no soy Susana Lesgart, soy Susana Camiña. Susana Lesgart es la Unidad Básica y el premio lo vamos a compartir”. Aplausos.
Todo aclarado. Pero ese momento fue muy fuerte para Pocha que me trae de regreso al presente.
—¿Sabés? —continúa— más de una vez tuve que ponerme a explicar que yo no era la Lesgart.
—Qué duro eso.
—¡NO!
—¿Por qué no?
—Reafirmé mi compromiso con la lucha por la justicia y la igualdad, la Lesgart me marcó una conducta de militancia.
Es que Pocha nunca esperó nada de la política. Tampoco recibió. O sí. Recibió mucho afecto y cariño del cual está cada día más agradecida. Reconocimientos en la Facultad de Periodismo de La Plata, los Premios Democracia del 2015. Abrazos simbólicos, compañías. Cuando uno da sin esperar nada a cambio, todo lo que recibe es invalorable.
Se interrumpe la charla porque el barullo de los perros avisa que llegó alguien.
Es un voluntario del FINES que le alcanza un bolsón de ropa para su hija. El incendio. Si.
***
Atrevida y resistente. Siempre tuvo que escaparle a los de botas. Por ir a Ezeiza a recibir a Perón después de casi 18 años de exilio, por despegar carteles sindicales, sin más que una regla de colegio en su mano, por hacer movidas militantes, por mirar Operación masacre, por leer Dostoievski, Soriano o Puig. Por escuchar Moris, Rod Stewart o Spinetta.
De la oscura clandestinidad…
—Me habían amenazado, me querían matar.
Y si en el 75, cuando ella creía despistar a los milicos parando en casa de sus suegros, una camioneta Ford roja paró en la puerta. Un tipo colorado de bigotes tupidos se bajó, preguntó por Susana Camiña y le pidió que lo acompañara.
Susana tiene unos veintitantos años y miedo. Mientras camina al lado del dinosaurio de civil tiene la certeza que ese momento será imborrable en su memoria. Tiembla. Suda. Llora. Pero esconde las lágrimas con la mano. Las seca. Preguntas. Miles en apenas unos pasos.
—Yo fui, entregadísima, más vale.
Está arriba de la camioneta que tiene olor a perfume de tipo mezclado con el cuero del tapizado y de su campera. El aire denso, espeso. Las ventanillas cerradas. Susana tiene nauseas. Ya en la comisaría Tercera de Los Hornos, las sensaciones son las mismas. Pasó un día, una noche. Para ella, una eternidad. Para cualquiera.
Son las 8 de la mañana y el bullicio la despierta de la pesadilla. Una cara conocida se acerca. Un milico, sí. Conocido de su padre la hace zafar. “Andate, desaparecé del barrio, ni se te ocurra aparecer por tu casa”, le dijo con rudeza. Nunca supo si era fingida por la mirada amenazante del resto de los de verde o sincera. Le importó tres carajos, salió corriendo de ahí. Fue a lo de su abuela, no muy lejos. A Ringuelet. Al tipo no lo cruzó nunca más.
…a la luz del nacimiento
En el 76, en el 77 y en el 78 tuvo hijos. Escondida. Callada.
Son las 10 de la mañana de 1978. Susana está un tanto más inquieta que otros días. Emilio se está moviendo bastante, lo que la hace tomar más oxígeno, retener y exhalar rápidamente. Inhala, exhala. Trata de hacerlo con tranquilidad pero el ritmo es cada vez más rápido. No hay control consciente de la respiración. Contracciones. Listo. Era la señal de partida. A La Maternidad.
Sucede que, según sostienen los especialistas, solo un 5% de los bebes nacen en la fecha estimada de parto: las 40 semanas de gestación. Pero la mayoría lo hace a partir de la 37. Emilio entendió, anoticiado de la clandestinidad de su mamá y espero lo más que pudo. Se quedó hasta el último día en su cueva. Semana 40 y tocó la puerta.
—Fui, parí y me escapé con Emilio –me cuenta Pocha y me lleva a su fuga.
Ella corre. Yo no entiendo de dónde saca fuerzas. Parturienta y con el pibe en brazos, envuelto en un pulóver. Nos subimos a un micro. No alcanzo a ver qué línea es. Nunca había estado en uno así, con la trompa y motor adelante. Pintoresco y con fileteados porteños en su chapa. Bajamos en un descampado, cerca de la Unidad Básica Lesgart. Casi nos lleva por delante el afilador de cuchillos con su bicicleta oxidada. Me abalancé sobre Emilio dándole resguardo. Pero Pocha pudo siempre sola.
Se quedó en lo de su mamá. Con sus hijos. Cuidándolos. Dedicándose a ellos hasta que las denuncia y organismos de Derechos Humanos pudieron hacer pie en el país y bajaron los niveles de violencia. La luz del nacimiento. La luz de lucha. Ahora hay que conseguir justicia.
***
—Yo siempre digo: no podés ser peronista sin ser gimnasista.
—Pero hay peronistas que visten de rojo y blanco.
—No entienden nada, son como los que ven pasar la vida por el costado, los que no mueven, los que no hacen.
—Hay gimnasistas no peronistas.
—Una contradicción.
José Gallo, un amigo, le decía: “Compañera, tripera, peronista tira-tiro”, me cuenta Pocha mientras juega con una bandera del Lobo, que alguna vez fue blanca, que supo flamear en un clásico en el Estadio provincial. Más que tiro, tiró piedras. Sobre todo en los noventa cuando cortaban rutas, calles y avenidas reclamando por comida, luchando contra el hambre y la desnutrición.
—El tripero es bardero, el peronista también —dice y yo creo que tiene razón, pero no le digo. Sonrío y le cebo mates. Su relato me atrapa y quiero más. Nos interrumpen todo el tiempo. Me da la sensación que Pocha es una celebridad del conurbano platense. No pasa media hora sin que alguien la reclame. Me sorprende. La admiro. Tiembla. Me preocupo. Se ríe. Me tranquilizo. Se ríe más, pero ahora de mí.
—¿Te asustaste? No pasa nada, lo tengo controlado.
Cuando fue portera en la Legión de 13 y 60 conoció a un grupo de chicos que venían de diferentes provincias del país a jugar a Gimnasia. Vivian en la pensión y estudiaban en la misma escuela. Aunque los tenía cortitos, todavía los siente prendidos a su guardapolvo gris.
Ellos la bautizaron Pocha.
—¿Por qué?
—Porque quisieron. Y me hicieron darles mi palabra de honor que sería por siempre del Lobo.
Se dieron la mano. Un pacto. De por vida. No los vio más. Pero ser de Gimnasia implica una convicción. Es un camino elegido, una filosofía de vida. Un andar. Hoy es fanática de Gimnasia.
—Casi me muero en la cancha, me emocioné tanto en el partido contra Rafaela que estuve al borde de un infarto.
Eva Perón decía que el fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar sus batallas. Es la gran fuerza de los pueblos: la única que no poseen sus enemigos, porque ellos han suprimido del mundo todo lo que suene a corazón.
El fanatismo por Gimnasia, por el movimiento popular y la justicia social es la fuerza de Pocha. Pocha la madre de los presos, la abuela de tantos pibes, la militante combativa a la que Susana Lesgart le marcó su camino de militancia, la tripera bautizada por juveniles de la pensión. Pocha la que aun hoy siente el lazo con aquella Susana, la de Trelew, de la que piensa hacer un mural en la esquina de 22 y 82. Pocha, la de los dedos en V, la de la bandera del Lobo en la puerta de su casa.
Está dispuesta a todo.
Pocha tiembla. Tripero ladra. Alma grita otra vez.
Piru Ferreyra
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